Dos cuerpos yacen cubiertos con una toalla en la orilla de una playa. Son dos niñas rumanas de 12 y 13 años que han muerto ahogadas en la costa de Nápoles. Los veraneantes contemplan impasibles, con indiferencia, la triste escena. Hablan por el móvil, se protegen los ojos con unas gafas de sol. Una imagen que ha recorrido medio mundo y ha reabierto el debate sobre las corrientes xenófobas que afloran Italia, amparadas por la campaña contra la inmigración ilegal de Berlusconi y las inspecciones policiales en campamentos de gitanos. Pero no hay que irse lejos para hablar de frialdad o desdén social. Los ciudadanos nos hemos acostumbrado a contemplar en la pantalla del televisor el drama de la inmigración a través de familias que arriban en cayucos hasta las costas españolas en busca de nada. No cerramos los ojos, ni nos detenemos a imaginar la tragedia. Algunas fotos impactantes, como las publicadas hace un par de semanas que ilustran los cuerpos sin vida de varios subsaharianos en una embarcación interceptada frente a la costas almerienses, pueden remover conciencias, pero seguramente será cuestión de segundos, minutos si acaso. Seguramente la política de inmigración incide en la actitud de la sociedad ante las tragedias humanas. Ante las voces que alertan de brotes de racismo en Europa, la UE no tiene otra cosa que hacer que endurecer la política en esta materia. Quiere conseguir una inmigración "escogida". Significa que todo se reduce a las necesidades del mercado laboral. Ante la falta de trabajo, más expulsiones. Los derechos y deberes de los extranjeros quedan en segundo plano, porque la inmigración es cuestión de coyuntura económica. Es evidente que hay que poner medidas contra la inmigración ilegal, persiguiendo a las mafias que trafican con personas y estableciendo convenios con los países de origen. Pero una política restrictiva de los flujos migratorios puede alimentar movimientos racistas y contrarios a la diversidad cultural. Y sobre todo, la indiferencia.