Leo en los periódicos que la entrada en vigor del nuevo reglamento de honores militares aprobado por el Ministerio de Defensa suprime la participación activa de militares uniformados en determinados actos religiosos tales como la procesión del Corpus –el gran día de Toledo–o en la Semana Santa de Málaga –traslado a hombros del Cristo de la Buena Muerte por los legionarios, etc. Desconozco el grado de entusiasmo que la nueva norma despierta en el ánimo de la ministra Chacón; si es iniciativa suya o si, a la hora de interpretar semejante iniciativa, hay que mirar hacia La Moncloa. Lo que salta a la vista es que el impulso para ir contra tradiciones que, en algún caso, acumulan siglos, tiene una raíz doctrinaria opuesta a la cultura cristiana sobre la que reposa el núcleo central de la Historia de España. Hablo de cultura cristiana para establecer un distingo entre lo que son las creencias religiosas y las manifestaciones cívicas colectivas inspiradas en el imaginario cristiano y más concretamente, en el caso español, en el ceremonial católico.

España es un Estado aconfesional, pero no laico, donde la mayoría de la población se declara católica. Dato significativo a tener en cuenta a la hora de impulsar medidas como las orientadas a suprimir la presencia activa de militares en actos religiosos de carácter popular. ¿Por qué? Pues porque semejantes cambios van en contra de la opinión del grueso de la sociedad. No sé si la ministra se ha percatado del campo de minas en el que se mete porque si pretende llevar hasta el final el impulso separador tendrá que cambiar otras muchas cosas en las Fuerzas Armadas. Empezando por el símbolo del Ejército de Tierra, cuya cruz-espada de Santiago (Santiago Matamoros, batalla de Clavijo) preside todas sus insignias y confalones. Sin olvidar que, desde las guerras de Flandes, la Patrona del Arma de Infantería es la Inmaculada Concepción. ¿Tendrán que renunciar los marinos de la Armada a su Salve Marinera? La Historia es la Historia, y todo esfuerzo encaminado a rescribir el pasado está condenado al fracaso o a la melancolía. Nadie tiene jurisdicción sobre el tiempo pasado, que según decía Quevedo, «ni vuelve ni tropieza». Volver no vuelve, pero, al parecer, tropieza. ¡Ojo, pues, al Cristo, que es de plata!