A falta de otro interés mayor, y dada la saturación de política repetitiva con que nos aburren los medios, la sección de sociedad de los periódicos nos brinda estos días el chisme de una bajeza cometida por un escritor periodista contra otro escritor periodista. Arcadi Espada denuncia en su columna de ´El Mundo´ que Javier Cercas, autor de Soldados de Salamina y de Anatomía de un instante (novelas de gran éxito), fue detenido por la policía en un prostíbulo del barrio madrileño de Arganzuela, dentro de una redada contra la prostitución. Pero resulta que es una acusación falsa. Una invención gratuita. Una mentira. Una calumnia. Una patada en la cabeza por motivos personales, quizá de odios o tal vez de envidias, pero muy posiblemente de ideologías. Un intento de cuestionar el honor y la buena fama de la persona que más detesta, desacreditándola ante su familia y ante sus lectores. El denostado, Javier Cercas, demuestra que no conoce la Arganzuela y que no fue detenido jamás. El agresor se limita a decir: «Es solo una ficción literaria».

La primera reflexión, muy común en tertulias y contubernios de menor cuantía, es que allá ellos con sus historias. Pelea de señoritos de la pluma. Sin embargo, creo que no se trata de una simple polémica entre escritores, sino que, en el fondo, existe no solamente un mal rollo personal, sino una motivación política perversa, generalizada, que arrastra, por parte y parte, a casi toda la intelectualidad española, dividida, como se sabe, entre moderados y extremistas de la derecha y de la izquierda, gente capaz de gastar todas sus energías en defender argumentos indefendibles o minucias que, aunque sólo les divierte y les apasiona a ellos, concitan el interés público por el eco mediático que producen sus nombres sonoros.

Podríamos caer en la tentación de referirnos a este «incidente cultural» como la enésima reedición de una vieja tradición literaria española que enfrentó a los grandes del Siglo de Oro, por ejemplo, a Góngora y Quevedo, dos glorias de nuestras letras. Qué grandes aquellos versos insultantes, qué derroche de litetarura. Más no caigamos en tamaña inocencia. No es un reto dialéctico brillante, no es una exuberante lección de ingenio y belleza del verbo. Es simplemente una agresión pura y dura, sin anestesia, envuelta en el pretexto de una licencia poética con la que se pretende confundir ironía y ficción con difamación y falacia.

En los bandos de los grandes partidos operan ciertas divisiones autónomas de intelectuales fanatizados que reflejan y explican, a su antojo y capricho, la historia y la intrahistoria, Algunos son dinosaurios de la comunicación, otros son leones que mandan a sus manadas y también están los bichitos tocahuevos, aprendices de la maledicencia y la infamia. Ambas bandas anidan en los nuevos canales extremosos de la prolífica y estéril TDT, en grandes diarios y en cadenas radiofónicas. Algunas veces predican en lo alto de sus columnas de papel, otras incrustados en micrófonos de radio y las más de las ocasiones asomados a las ventanitas televisivas, desde donde, haciendo el trabajo sucio de sus partidos, se desgañitan azuzando y crispando el panorama en un intento continuado de inocular su veneno a todo bicho viviente que parezca de un color diferente al suyo.

Hubo un tiempo, no lejano, en que dos grupos mediáticos, integrados por auténticos talibanes de la comunicación –eso sí, con apellidos ilustres del Periodismo– se enfrentaron «a muerte», en una lucha sin cuartel donde el objetivo principal para uno de ellos («el sindicato del crimen») era derribar al precio que fuera a Felipe González y la finalidad del otro («los serbios»), denunciar y defender lo contrario. La génesis, formación, estrategia y objetivos de aquel singular «sindicato» periodístico fue descubierto, años más tarde, y descrito, con pelos y señales, por Luis María Anson, que era uno de ellos.

En la actualidad, pareciera que existe un ambiente preocupante en el que las divisiones acorazadas de la comunicación partidista han entrado en liza con el firme propósito de hacer el trabajo sucio a sus jefes de filas. No es buen papel para un periodismo serio. Es verdad que todos los intelectuales y artistas tienen su corazón inclinado hacia un lado, no todos hacia el mismo lado. Y es cierto que la asunción de unos principios puede llevar a uno a un peligroso estadio de fanatismo. De ciertas patologías, por muy listo que se sea, nadie está a salvo. La maldad no está reñida con la inteligencia. Nunca he leído ni he oído que Goebbels fuera tonto.