Así nos explicaba la génesis del arte del urbanismo aquel profesor de la Sorbona, el maestro André Aymard: «El urbanismo helenístico obedeció a una nueva preocupación por el efecto de conjunto obtenido por la organización estética del paisaje, por la combinación armoniosa de las perspectivas que engrandecen y prolongan, por la distribución equilibrada de las líneas, de los planos y de las masas que proporcionaba la arquitectura».

Más de dos mil años después de que viera la luz del día aquel descubrimiento del genio de Grecia y del mundo mediterráneo, me encuentro paseando por mi pueblo. Un lugar espléndido, también mediterráneo. Se llama Marbella. Si la Justicia no lo remedia, su belleza quedará marcada. Como el hierro candente marca al ganado. Por edificios monstruosos, que ofenden más que los del Bucarest de Ceaucescu. Edificaciones que en este caso no deberán su existencia a la soberbia de un tirano enloquecido, sino a la codicia de unos saqueadores. Y a la sumisión culpable de los que se les rindieron. Si en el futuro perduraran, nuestros paseos por nuestro pueblo discurrirían entre monumentos levantados para conmemorar, no la Victoria de Samotracia, sino la victoria de los corruptos. Como en un bajorrelieve fijarían en el cemento la derrota de la ciudad y el triunfo final de aquellos saqueadores, que tan alegremente la violaron.

En el catálogo de los horrores destaca un hotel. Le han puesto un nombre que casi consigue hacernos sonreír: Hotel Senator. Domina y marca el comienzo de uno de los parajes más hermosos de mi pueblo. El que acompaña el curso del río Guadalpín, uniendo el paseo marítimo de la ciudad con las estribaciones de la Sierra Blanca. Es como si en Monte-Carlo, en la Place du Casino, hubieran levantado, entre los edificios de Garnier o de Dutrou una especie de presidio estalinista.

He trabajado casi toda mi vida en el mundo de los hoteles. Por los que siento pasión. ¿Hay algo más emocionante y bello que crear un pequeño mundo perfecto en un mundo manifiestamente imperfecto? Me he recreado publicando casi un centenar de historias de hoteles singulares. Desde mi añorado y tristemente desaparecido Castillo de Santa Clara en Torremolinos hasta aquel hotel en una ensenada al sur de la Isla Mauricio, inspirado en la arquitectura del Marbella Club. Hoteles con soleras de un siglo y medio de historia y hoteles de vanguardia, tensados sobre el futuro. Lo confieso. Nunca dejaré de admirar y defender apasionadamente el pequeño gran milagro de un hotel.

En una de mis recientes reuniones de trabajo de la Convención Europea del Paisaje, me preguntaba nuestra coordinadora del Consejo de Europa: España siempre ha creado una arquitectura de gran belleza. Lo demuestra toda la América de habla hispana. ¿De dónde salen esas pesadillas que envilecen a tantos lugares a lo largo de las costas españolas? Fue dura aquella pregunta. Sobre todo por estar tan cerca la condena por delitos urbanísticos a un miembro de aquellas reuniones: el responsable del ordenamiento del territorio del Gobierno balear.

Cuando se anunció recientemente la legalización por el Ayuntamiento y la Junta de Andalucía del Hotel Senator y su ya inminente apertura, recibí las llamadas de convecinos y amigos de Marbella, mi pueblo. Me preguntaron. ¿Cómo es posible? Parecía que la acción ciudadana había logrado parar aquello. Y como en aquella reunión de los paisajistas europeos, tampoco supe qué contestar.