Si se piensa bien, es natural que una sociedad que ha sido capaz de engañarse a sí misma o de fingir que lo hacía durante más de una década afronte ahora las consecuencias de su desorden moral y organizativo de la peor manera posible: rasgándose las vestiduras ante lo que no constituye sino el resultado lógico de nuestras actitudes e instituciones. Estamos llorando como hipócritas lo que no supimos construir como ciudadanos. Naturalmente, es más fácil echarle la culpa al primero que pasa por nuestro lado, ya se trate de Angela Merkel o del último supervillano, que parece ser Mario Draghi. Pero más nos vale dejarnos de excusas y afrontar las cosas tal como son, porque si imitamos a los griegos y nos abandonamos al populismo quejica vamos a terminar pagándolo muy caro.

Hay que empezar por reconocer que estamos arruinados. Y que lo estamos porque hemos diseñado mal nuestras políticas, nuestro sistema de incentivos y nuestros organismos de control. Nadie más que nosotros tiene la culpa de esto. Se ha dicho aquí muchas veces, pero parece que hay que repetirlo: sólo la sociedad española tiene la culpa de que la sociedad española no funcione. Si no perteneciéramos a la unión monetaria, hace mucho tiempo que habríamos devaluado brutalmente nuestra moneda; sólo esa pertenencia ha evitado hasta ahora un derrumbamiento que nos hemos ganado a pulso. Ni las autoridades europeas, ni los organismos internacionales, ni los inversores se fían de nosotros. ¡Qué injusticia! Pero, ¿se fiaría usted de un país cuyos presidentes del gobierno no saben inglés, cuya selectividad preuniversitaria aprueba al 97 por ciento de los alumnos, cuyas cuentas públicas son opacas y terminan por ser falsas? ¿Confiaría usted en el país de Gürtel y los ERE? Seamos serios y admitamos que no somos serios.

Ahora, cuatro años después del comienzo de la crisis, nos damos cuenta de que el sistema financiero está podrido y su saneamiento es el primer paso de una larga serie de reformas dirigidas a modernizar nuestra economía. Y liberamos nuestra ira popular contra los bancos y las cajas de ahorros al descubrir la magnitud del agujero que la especulación inmobiliaria ha dejado en sus balances. Naturalmente, es cierto que el problema español es más de endeudamiento privado que de una deuda pública inferior, de hecho, a la alemana. Sin embargo, no lo es menos que ese endeudamiento privado es el producto de una burbuja inmobiliaria en cuya producción colaboramos todos: instituciones, empresas, ciudadanos. En ese sentido, Bankia es el epítome de todo lo que hemos hecho mal, ensoberbecidos como estábamos por disponer de un dinero fresco que en realidad sólo era dinero prestado, o sea, el mismo dinero que ahora tenemos que devolver sin que sepamos cómo.

Recordemos que la burbuja inmobiliaria no habría tenido lugar si las autoridades regionales y locales hubiesen hecho cumplir la legislación urbanística; si el dinero no hubiese circulado alegremente en todas las direcciones imaginables, incluyendo la financiación ilegal de los partidos y colegios profesionales y los sobornos a los funcionarios encargados de cuadrar cuentas y expedir permisos; si los ciudadanos no se hubiesen lanzado como locos a hacerse millonarios invirtiendo «en el ladrillo»; si los notarios no hubiesen permitido los pagos en A y B; si el sistema educativo tuviese la calidad necesaria para haber prevenido la huida en masa de los jóvenes al andamio; si las cajas de ahorro no hubieran estado controladas por partidos y sindicatos; si los bancos no hubiesen concedido créditos sin preocuparse por la solvencia de los beneficiarios; si los beneficiarios se hubiesen preocupado por su futura solvencia; si la ausencia de cooperación racional entre autonomías y gobierno central no hubiese impedido la marcha de la sociedad hacia ninguna parte; si los ciudadanos estuvieran informados y ejercieran la debida presión sobre las autoridades, en lugar de aceptar las prebendas clientelares de los virreyes autonómicos. Si, si, si...

¿Hace falta seguir? Todo esto se encontraba delante de nosotros, pero preferimos mirar hacia otro lado. Ahora es fácil buscar chivos expiatorios y pedir más dinero a las instituciones europeas, pero bien podríamos guardar silencio por pura vergüenza y hacer las reformas necesarias para alinearnos con las sociedades europeas que mejor funcionan. ¿O nos confederarnos con Grecia?

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga