Había en las Palmas de Gran Canaria un político del PP que no me tragaba, ni yo a él. Mariano Rajoy nos citó un día en su despacho del Ministerio de Cultura, ofreciéndonos una colación monástica en el comedorcito contiguo. Charlamos por los codos sin rozar siquiera la espinosa disensión, y cuando, en la Plaza del Rey, nos dijimos «hasta la vista», ya éramos amigos. Después de tramitar una espartana tortilla de papas generosamente regada con agua del Canal, la vieja querella era una bagatela. Aquel político forma hoy parte del Gobierno de España (merecido castigo).

Jordi Pujol había dado una conferencia en el Club Faro de Vigo. Una señora le gritó «¡Guapo!» desde la sala, a lo que respondió el president: «No soy Robert Redford, pero no puedo quejarme». Aquel detalle surrealista le puso de buen humor y nos fuimos a cenar pese a esperarle un avión para regresar a casa. Llegó a los postres Mariano Rajoy y se liaron ambos en un «clásico» Barça/Real Madrid con pasión y sapiencia tales que hasta los camareros echaron su cuarto a espadas. El avión despegó bien entrada la madrugada.

Recién ganadas las generales del 2000, que dieron al PP su primera mayoría absoluta, nos citó Rajoy en su despacho del Ministerio de Educación. Ana Pastor, subsecretaria de la casa y hoy ministra de Fomento, nos había mostrado amablemente las pinturas atesoradas en el inmueble de la calle Alcalá mientras él concluía otra reunión. Ni un gramo de jactancia por haber dirigido la victoriosa campaña de Aznar. Nos ofreció uno de los vegueros formato Churchill que conservaba en dos grandes humidores, prendió el suyo y puso en marcha un artefacto de vapor que refrescaba el aire. Hablamos de muchas cosas, menos de política. Tiempo después volvió a recibirnos en La Moncloa como vicepresidente del Gobierno. Ante nuestro interés por los cuadros y esculturas allí ubicados, comentó: «No tengo ningún mérito. Todo es de la etapa de Cascos». Conversación distendida y abierta, como a él le gustan.

Estos y otros encuentros en Madrid, Galicia o Gran Canaria vienen a la memoria al verle y oírle como presidente del Gobierno. Siempre moderado y aparentemente tranquilo, ni se crispa ni pierde el oremus –como algunos de sus ministros– con los episodios de la peor coyuntura de nuestra democracia. Aunque se esté equivocando, quizás gravemente en ciertos aspectos, y nos indigeste el exceso ideológico de su programa de sacrificios, la serenidad puede ser un valor para la zozobra española y la intransigencia de los foros internacionales. Merkel, Hollande y Monti no parecen muy permeables al sentido del humor, pero quién sabe. Para calibrar diferencias, imaginemos esta desdicha con el ceñudo Aznar en el poder...