La televisión todavía puede ser subversiva, aunque de modo inconsciente. Los telediarios muestran imágenes de las protestas en Madrid, y mi mente se mantiene en blanco porque voto a diputados, no a manifestantes. La narración única neutraliza la disidencia del espectador pero, de repente, la urgencia de imágenes variadas muestra en pantalla a los congresistas dirigiéndose a sus quehaceres. Parsimoniosos, imperiales, convencidos de la irreversibilidad de sus privilegios, profundamente equivocados por mucho que Eduardo Madina se haya quitado la corbata. La simpatía se traslada de inmediato al bullicio del ágora, hacia los indignados cincuentones que cantan alegremente mientras la policía registra el autocar en que viajan, en busca de armas de destrucción masiva.

Con su prosa de canapés, el repeinado Carlos Floriano reúne las virtudes ideales para despertar la animosidad del telespectador. La Soraya del PSOE recita la solidaridad de su partido difunto con los manifestantes, con los policías, con Manolete y con el toro que lo mató. El PP enarbola el 23-F, olvidando que no fue la jornada más gloriosa de los diputados que corrieron a esconderse bajo los bancos en cuanto lo ordenó un bufón con tricornio. En el exterior, y en contra de la agresividad inscrita en sus memes, los policías sin paga de Navidad parecían indecisos sobre su opción.

Supongamos que un alma nostálgica nos repasara una jornada concreta de los años treinta, en la que miles de ciudadanos intentaban entrar en el Congreso de Madrid, mientras el presidente de Cataluña proclamaba la autodeterminación en Barcelona, al tiempo que el presidente de España divagaba en Nueva York y se disparaban los índices del malestar económico. Enseguida sabríamos qué desgracias presagiaba la suma de acontecimientos. A los contemporáneos nos cuesta más abordar el mapa al completo. No percibimos la hoguera en toda su claridad, porque hoy hemos desayunado a la misma hora y tenemos planes para el fin de semana. Sin embargo, la historia no espera a los rezagados.