Cuando no tengo nada que hacer, leo los obituarios del periódico local de la ciudad americana en la que ahora vivo. Las vidas de la gente más o menos importante no suelen interesarme mucho, pero las vidas de las personas anónimas que apenas han tenido relevancia social siempre me han parecido fascinantes. No sé quién redacta la información sobre los datos biográficos de esos fallecidos -la funeraria, supongo, partiendo de los datos que le suministran las familias-, pero en muchos casos esas breves notas se convierten en una pequeña novela que uno desearía ver escrita alguna vez, o incluso en una especie de desolado epitafio que podría figurar en una nueva versión de la Antología de Spoon River.

En los obituarios de esta última semana -seis en total-, me ha llamado la atención la edad de los muertos, pero también el historial laboral de todos ellos, un historial que en estos tiempos de penurias y desempleo generalizado suena tan raro como la poesía trovadoresca.

Uno de ellos, que se llamaba Homer Foster, llegó a vivir 104 años. Empezó a trabajar en 1928, en una acería, cuando tenía veinte años, después de haber dejado la universidad porque se había incendiado el aserradero de su familia y él se había quedado sin dinero. Homer trabajó más de cuarenta años en la misma acería, subiendo de escalafón hasta que llegó a uno de los puestos de mayor responsabilidad, y cuando se retiró, en 1970, empezó a trabajar de encargado de unos grandes almacenes hasta que se jubiló por segunda vez a los 75 años, con lo cual su vida laboral abarcó 55 largos años, todo un portento si lo comparamos con nuestra época. Homer era sin duda un hombre vigoroso: a los cien años todavía trabajaba como voluntario en una reserva natural. En la nota dice que la viuda de Homer, con la que se casó en 1951, le ha sobrevivido. Me pregunto qué edad tendrá esa mujer. ¿Noventa? ¿Cien años?

Otro de los muertos murió un poco más joven que Homer, a los 90 años. Se llamaba Richard Boyd y era un veterano de la Fuerza Aérea que luchó tres años en Europa, durante la Segunda Guerra Mundial (una guerra a la que Homer, su compañero de obituario, no tuvo que ir porque era ya demasiado «viejo» para ser movilizado). Después de la guerra, Boyd trabajó en una compañía de ferrocarril y luego montó un pequeño negocio de construcción. El siguiente en la lista es una mujer, Dorothy, que murió a los 82 años y que trabajó en la cocina de una fábrica de tejados y cubiertas. Su viudo, con el que llevaba casada 68 años, la ha sobrevivido. Y luego vienen tres mujeres más de las que apenas hay datos, sólo la edad a la que murieron: la que se llamaba Pauline murió a los 93 años; la otra, Mildred, a los 89; y la última, Ethel, a los 71, lo que la convierte en la más joven del grupo.

He hecho la media de edad de todos estos fallecidos recientes que ocupaban la sección de necrológicas de un periódico local, y me ha dado un promedio de 88,1 años. Si calculamos que se jubilaron a los 65, cada uno de ellos ha estado cobrando una pensión de jubilación a lo largo de 23 años. Por fortuna, les tocó vivir en un periodo en el que nadie recortó sus pensiones ni amenazó su subsistencia, pero hay que tener en cuenta que todos estos difuntos vivieron en una sociedad muy distinta de la nuestra. La Segunda Guerra Mundial, en la que luchó Richard Boyd y en la que Homer Foster ya era demasiado mayor para participar, supuso una mortandad tan espantosa que ninguno de ellos tuvo problemas para encontrar empleo. Además, todos ellos vivieron en años de crecimiento económico sostenido, hasta que estalló la famosa burbuja inmobiliaria en 2008, justo cuando Homer Foster cumplía cien años y recibía el homenaje al guardabosques voluntario más anciano de una reserva natural.

Si se compara la vida de todos ellos con la que les espera a nuestros hijos (o a nosotros mismos), los contrastes son extraordinarios. Ninguno de estos muertos tuvo que emigrar, todos encontraron trabajo en su propia comarca y todos ellos, me atrevo a decir, alcanzaron a vivir una vida mucho mejor que la que habían conocido cuando eran niños. Además, todos tuvieron una atención sanitaria más que aceptable -que se pagaron con sus ahorros y sus muchos años de trabajo- y todos pudieron disfrutar de un nivel de vida insospechado para la generación de sus padres o de sus abuelos. Homer Foster empezó a trabajar en los años de la Ley Seca y se jubiló cuando gobernaba Jimmy Carter y la gente fumaba marihuana en la calle. Y entre medias, vivió alzas generalizadas de salarios y mejoras en las condiciones laborales y sociales. Estoy seguro de que ninguno de ellos, en sus últimos años, lamentaba la época en la que le había tocado vivir, por difíciles que fueran las circunstancias de su propia vida. Lo miremos como lo miremos, fueron afortunados.

¿Y nosotros? Hasta ahora, por supuesto, sí, y mucho más que todos ellos, ya que por suerte no hemos tenido que vivir una guerra como la que ellos sufrieron, aunque fuera a muchos kilómetros de distancia. Pero la sociedad en la que vivimos ya no tiene nada que ver con la sociedad en la que vivieron Homer Foster y Richard Boyd y Mildred Sarka. Y esto es lo que alguien tendría que explicarnos algún día.