Nick Drake tenía en su pequeño estudio en la casa de sus padres, en Tanworth-in-Arden, donde murió hace ya casi cuarenta años, el cuadro de un novio de su hermana que sirvió como portada a Pink Moon, además de un piano, un equipo de grabación, un atril vacío para partituras, una enciclopedia (que imagino que nunca consultó) y una reproducción de un cuadro con dos vacas que parece de Corot y que me gustaría pensar que es de Corot. No sé por qué, pero de algún modo me explico la vida de Nick Drake a través de esos objetos con los que convivió en sus últimos tiempos, cuando ya no salía de su casa y casi no veía a nadie, aparte de sus padres (y ni siquiera podemos estar seguros de que los viera o los sintiera como próximos, tan alejado de todo se sentía ya en aquel año de 1974 que fue su último año en la tierra).

Cuento esta historia porque escribo esto rodeado de maletas a medio hacer, en una casa que he ocupado durante cuatro meses y que ahora voy a dejar. Ya me había acostumbrado a esta vida al otro lado de las vías del tren, marcada por el ritmo del tren de mercancías de la línea Southern-Norfolk que hacía traquetear toda la casa y que hacía sonar la sirena por la mañana y a mediodía y por la noche. Si alguien se pregunta por qué la sirena del tren de mercancías es el gran símbolo de la mitología americana -el último álbum de Bob Dylan, Duquesne Whistle, está dedicado a una de esas sirenas que suenan en la noche-, le recomiendo que pase un par de meses viviendo junto a las vías del tren. Pero lo importante es que esa sirena, que sonaba tan cerca de mi casa que hacía retumbar las paredes, me ha acompañado y se ha llegado a hacer inseparable, y si un día no la oía, notaba que algo estaba mal o que algo me faltaba, hasta que por fin sentía el temblor del suelo que anunciaba la llegada del tren de la Southern-Norfolk, ese tren que en la canción de Dylan hacía sonar la sirena con una furia que parecía que iba a destruir todo lo que se encontraba a su paso.

Viviendo en esta casa también me había acostumbrado a desayunar cuando los padres dejaban a sus hijos en la guardería que hay al otro lado del patio trasero. Y a asomarme a la ventana y mirar las copas de los árboles que se veían al otro lado de las vías del tren, hacia el sur, donde termina la ciudad y donde no se sabe muy bien qué es lo que empieza. Allí había abedules, cornejos, tupelos, arces, y un roble maravilloso que en octubre lanzaba llamaradas cobrizas cuando se ponía el sol y que estuve mirando cada día, durante dos semanas, intentando encontrar el adjetivo exacto que definiese el color de las hojas a punto de caer (un adjetivo, me temo, que no existe en ninguna lengua, ya que el color de las hojas cambiaba cada día, así que se necesitaría una lengua que tuviera un adjetivo distinto para cada uno de los días del otoño). Y también me había acostumbrado al silencio, ese insondable silencio americano que es muy difícil de encontrar en España, el país más ruidoso de Europa con Grecia e Italia: un país en el que el ruido lo ocupa todo, el ruido ideológico, el ruido de las discusiones familiares, el ruido de los insultos, el ruido de los que se saltan la ley y alardean de ello, el ruido de las televisiones a toda pastilla, o el ruido de los borrachos que alborotan en las calles sin importarles el derecho de la gente a descansar o a tener un poco de paz. ¿Por qué hemos llegado a vivir las calamidades que estamos viviendo? Quizá deberíamos reflexionar si como país nos hemos merecido otra cosa.

Pero ahora es Navidad, un día que todos asociamos con el espíritu casero y familiar. Si lo pensamos bien, estos años de la crisis han supuesto para muchos de nosotros la sensación de que todas las paredes temblaban y de que el mundo que conocíamos se estaba viniendo abajo, como si ese gran tren de mercancías de Duquesne Whistle se abalanzara sobre nosotros en mitad de la noche. También ha significado para mucha gente la expulsión de sus casas, a causa de un desahucio o de la ruina familiar por la pérdida del trabajo. Mucha gente ha tenido que decir adiós a las cosas con las que había aprendido a convivir y que de algún modo explicaban su vida. Y muchos han vivido rodeados de maletas a medio hacer y atrapados en la sensación de provisionalidad y de desamparo, una realidad que parece que en los próximos años va a seguir aumentando. Y es a esa gente a la que ahora le deseo feliz navidad, desde este casa llena de maletas a medio hacer que yo también voy a tener que abandonar en muy poco tiempo.