Celia tiene casi siete años. Es mi sobrina. Aunque es secreto, juntos tomamos helado en la terraza de un local malagueño. Al mismo tiempo, ella saca su cuaderno de cuartillas cuadriculadas, con pasta roja y tareas por hacer. Empieza completando palabras y termina haciendo sumas y restas. Para calcular usa sus deditos. Me gusta observarla concentrada, resolviendo sus primeros ejercicios esenciales de abstracción.

La miro y me admiro de la primera aparición del pensamiento abstracto en una niña de tan corta edad. Sus primeras elucubraciones sin anclaje directo a la realidad empírica surgen en su inteligencia pura con sencilla naturalidad y sutil eficacia. Su razón innata, la más noble de las capacidades humanas, comienza a carburar, se torna activa, alentada por la infantil imaginación y la memoria primeriza. Mientras yo me pregunto hasta dónde alcanzará su infinita progresión. El viejo Platón escribía hace ya demasiados siglos que la razón discursiva matemática es condición decisiva y previa al manejo certero de las Ideas. Eso me alienta a pensar que Celia va por buen camino. Pero, al mismo tiempo, me pregunto hasta dónde llegará ese recorrido. Sus habilidades básicas quedarán bastante bien abastecidas con los instrumentos y capacidades que las Matemáticas y el Lenguaje le darán. Sus primeras lecturas pondrán en marcha su atención reflexiva y potenciarán aún más su imaginación. Los números, esencias pitagóricas del origen de la Naturaleza, formalizarán su mente para todas sus labores cotidianas.

Todo esto está muy bien pero no puedo dejar de pensar en el déficit educativo que espera a mi sobrina. Puede que Celia no profundice jamás en las preguntas fundamentales que lleva aparejada inevitablemente la autoconciencia humana. Tal vez no encuentre las respuestas, o al menos las preguntas, a la contradicción interna del ser personal que desde los dos extremos del mundo, Miguel de Unamuno y Kitarô Nishida se atrevían a dilucidar. Sus inquietudes religiosas o existenciales no tendrán la iluminación histórica de pensadores que, antes que ella, se plantearon esas y más cuestiones con la audacia y valentía de enfrentarlas y tratar de darles respuestas. Celia también merece esa oportunidad.

Tampoco su conducta moral tendrá el decorado ético donde pueda cargar de razones y sentido las muchas y difíciles decisiones que la vida le pondrá por delante. Ante Celia surgirá la Belleza y la Maldad, el Bien y la Fealdad y no sé si tendrá las cualidades para discernir cuál es una y otra, «qué va delante y qué va detrás.» Celia clamará por un mundo más justo, se indignará ante la opresión, la desigualdad y la violencia. Estoy seguro. Pero en su bagaje cultural faltarán los fundamentos que legitiman las actitudes rectoras de la conducta humana y las capacidades analíticas y críticas que requiere este mundo que vivimos. Quiero que sea libre de cuerpo y alma y de verdad y que sepa de ese valor fundamental para vivir. Actuará pero no sabrá de las razones éticas porque otros decidieron, desde su incompetencia, por ella. Entonces, ¿quién le hablará de los cimientos de la voluntad humana?

Celia vivirá cada vez más rodeada de Ciencia y Tecnología. Pero su ignorancia le impedirá alcanzar a comprender la génesis primera de esos saberes, allá en los albores de la cultura occidental, cuando algunos hombres tuvieron el arrojo de esclarecer y desvelar el logos racional frente al mito y la superstición. Ella tendrá, si quiere y puede, que escudriñar entre libros la Historia de la Ideas que le hacen ser y pensar quién es. Entonces vivirá rodeada de instrumentos y teorías de un gran valor útil pero se encontrará insatisfecha ante el ocio que genera pensamientos presuntamente inservibles. Sin embargo, Aristóteles consagró esas ideas como las más nobles y virtuosas del ser humano. Celia no podrá hacer reflexiones tan «inútiles» como las que surgen ante la vida, el amor, la amistad, la fe, la razón, la justicia, el deseo, la diferencia, la paz€ Ni siquiera tendrá los conceptos y el lenguaje apropiados para afrontarlas con entereza y garantías intelectuales. Sin embargo, otros sí le hablarán de garantías institucionales y constitucionales que no sabrán fundamentar. Celia luchará por formar sus ideas pero, a lo mejor, la velocidad deforme de la (in-)cultura contemporánea la desoriente y nuble el cielo despejado de su mente ahora inocente y clara. ¡Alguien le hablará de su compañero de colegio, mayor que ella (mucho más de cien años), José Ortega y Gasset!, que desde la luminosidad de su misma ciudad le advierte de la exigencia racional de la vida. Vida observada desde su perspectiva única, la de Celia, y que merece por eso ser vivida€

Celia toma su helado y está sumando. Tal vez, y sólo tal vez, Celia sea una niña con suerte. Celia tiene un tío que hasta el último hálito de su vida leerá, pensará, hablará y escribirá de estas cosas. Celia tiene un tío que quiere ser filósofo.

Eduardo Muñoz Villén es profesor de Filosofía