Ahora que el ladrillo se desmorona y los albañiles se pasan trágicamente a la hostelería o a la canción de autor, el obispo de Málaga, Jesús Catalá, está dispuesto a trepar a los muñones de la Catedral y echar él mismo si hace falta las horas de alicatado que se necesitan para completar una obra detenida rigurosamente en su día a la española y, sobre todo, a la andaluza: por problemas de presupuesto. Sostiene monseñor que se sentiría satisfecho, o todo lo satisfecho que puede sentirse un hombre de Iglesia, que siempre ha de ser poco y con moderación, si tan magno templo quedara por fin equilibrado y listo en torno a los años setenta. No a los del pasado siglo, que eso sería retroactivo, sino a los que sobrevivan a los vientos salvajes de la crisis y a algún que otro Borbón. Con tantas y tan variadas urgencias, en plena era de las necesidades perentorias, resulta llamativo y hasta conmovedor que alguien decline el tiempo a la antigua, esto es a largo plazo.

Parece, incluso, ciencia ficción. Una novela de anticipación que por una vez tiene más cemento que platillos volantes y en la que es poco menos que inevitable que uno piense en su propia vida a contraluz: decir que uno estará satisfecho en 2070 es como dar saltos de alegría por la Liga que el Atleti ganará después de las Olimpiadas de Madrid o echarse un baile el día en el que la familia Fabra o Mar Moreno dejen de vivir de los demás. Todo un prodigio de planificación. Casi a lo soviet, pero, en realidad, también a lo divino. Como un Gorbachov con la vista puesta en un códice y una programación de beneficio para las nuevas generaciones, algo que no abunda últimamente en los órdenes no eclesiásticos de la política, donde no hay quien piense más allá de la sinecura inmediata. «¿Cómo voy a dejar mi dulzura y mi buen fruto para ir a mecerme sobre los árboles?», se pregunta la vid en el Libro de los Jueces. Vuelve el debate crónico de la Catedral, junto a las miserias del Ibex 35, el metro y los aviadores de Franco. «¿Sacamos ya lo de las torres, monseñor?» «No, mejor esperemos a que se acabe el boom, no vaya que nos pongan arriba una urbanización con campo de golf». Pensemos a lo grande. Aunque sea para olvidar. Si la ciudad quiere entretenerse cazando moscas entre los brazos muertos de la Catedral nada más ajustado y hermoso arquitectónicamente que la detracción. No sumen, sino despejen, que diría Bilardo. Cien años de enajenación y dinamita. Poco a poco. Sin prisa. Entre planes de modernización de la Junta y reencarnaciones tóxicas de la banca. Una catedral limpia, con el cuerpo a vista de chiringuito. Sin edificios que le tapen la dormidera del sol.