No siempre uno entiende cómo ha cazado al asesino el detective privado o el teniente de homicidios. Los guionistas en ocasiones se enredan y no se dan cuenta de que dejan demasiados cabos sueltos, que el esclarecimiento del caso es, en realidad, y por mucho que parezca haber tenido un feliz desenlace, el oscurecimiento definitivo de ese caso. Después de muchas filigranas y golpes de efecto, todo parece encajar, pero no es así: hay piezas perdidas, explicaciones inexplicables, personajes secundarios (e incluso protagonistas) que entran y salen de las escenas a capricho, vacíos discursivos. El asesino, sí, es detenido o muerto, y con eso el espectador medio se da por satisfecho, se calma, se sale del cine o apaga la televisión en paz con una realidad que, según sus bajos criterios de verosimilitud ética y argumental, está bien hecha. Le basta con que haya justicia, entendiendo por justicia el hecho de quien la hace la pague y que el encargado de que eso suceda sea un representante, por muy tarambana que pueda ser, de la ley y el orden.

¿Pero qué pasa con esos desajustes lógicos, con ese proceso repleto de baches y falsos senderos? ¿Es que ellos están más allá o más acá de la justicia, entendiendo por justicia la necesidad interna de que todo acontecimiento se atenga a unas leyes estructurales, emocionales, sentimentales, científicas o sociológicas? Está bien que el detective privado o el teniente de homicidios pongan en relación el principio (el cuerpo del delito) y el final (la detención o la muerte del culpable o responsable de que se haya producido ese cuerpo del delito), ¿pero qué ocurre con todo lo que hay entre uno y otro? En una película uno puede llegar a la otra orilla, por muy ancho y bravo que sea un río, sin mojarse, de un gigantesco salto invisible, pero en la vida no: en la vida a la otra orilla sólo se llega mojándose, aunque sea con las rociadas de agua que producen los embates de las olas sobre el casco del barco, del esquife o del transbordador de cuerda. En esta orilla está el asesinado y en la otra orilla está el asesino; entre ambas está, en efecto, la vida.

En esas películas negras (y en tantas otras películas de cualquier género) lo que falta es la vida, eso que conecta indefectiblemente las causas con sus efectos, las ideas con las conclusiones, el yo con el no yo, la luz con la oscuridad, la piel con su deseo de otra piel, el dinero con lo que se puede adquirirse con él, la pistola o la navaja con la sangre derramada en un cuarto de hotel, en un aparcamiento, en un bar de noche o en una fábrica abandonada. Si uno conecta torpemente una orilla con la otra, si vuela hacia ella sin mojarse aunque sea un poco, enredando con entradas y salidas de personajes desorientados, el caso no está resuelto por mucha cara de satisfacción que pongan los involucrados. No se hace justicia de espaldas o al margen de la vida. No se hace justicia si no se dan los pasos justos, los pasos medidos, los únicos pasos que sirven para llegar al final de ese camino que conecta un cadáver con su culpable. Poner al asesino entre rejas o en un ataúd no restituye la verdad mancillada. Si se hace mal, por el contrario, se está contribuyendo a mancillarla todavía más. Lecciones, en fin, de las películas negras que a uno se le ocurren leyendo los periódicos.