Al ver a las mujeres de Femen en la iglesia proclamando que su cuerpo es sagrado, su aborto es sagrado y, en general, todo lo que consideran sagrado que quepa en un torso, es inevitable el pensamiento erróneo de que pertenecen a una orden de carmelitas desnudas o de esclavas en top-less o de siervas en tetas. Pero es un pensamiento erróneo. No son monjas supeditadas a un dios hombre, un vicediós hombre o un sacerdote hombre. Son anteriores a eso, son sacerdotisas tonantes de pezones fruncidos, que claman con la voz y con el cuerpo, que gritan a voz en cuello, a voz en pecho y a voz en vientre.

Se ve a los curas quedarse casi tiesos ante ellas. Según la misoginia cristiana de la catequesis perpetua las Femen cumplen casi todos los requisitos del diablo y, más modestamente, de la bruja: la carne, las voces, la letra, la resistencia. O los sacerdotes de ahora no son tan necios y ya no ven en el cuerpo de la mujer la residencia del diablo y la sede del pecado o no han dado aún con uno que tenga tanta fe como ellas, que acuden al templo ajeno a cometer sacrilegio y proclamar, sin más arma que sus creencias, desnudas hasta el sacro, lo sacro de su cuerpo y de su voluntad.

Las Femen aún no han sido bien explicadas. A los no creyentes en lo sagrado, en lo venerable por divino, les entran más por la vía de la «performance» que tanto recurre al cuerpo como objeto del arte, a la piel como lienzo, al esqueleto como bastidor y a cualquier cosa que haga sufrir como material de pintura.

Donde más desconciertan las Femen es entre las feministas de matriz puritana, que por lo sagrado del cuerpo, lo esconden en el sagrario de la ropa y persiguen como profanación su exhibición o su irreverencia acuchillando Venus hace un siglo, denunciando publicitarios hoy. Sólo son una familia de un movimiento tan movido que entre Femen y ellas hay un mundo entero.