Aterrizar en Málaga es una experiencia muy segura (GBAS) tanto para el recuerdo de nuestras historias como para el goce de los sentidos, según los datos que nos informa AENA; y de las sonrisas que vemos desgranando en cada paso por las callejuelas que tratan de evocarnos quiénes fuimos y hacia dónde queremos volver. Desembarcar en esta urbe es un lujo para la vista cuando observas y te reencuentras en la bocana del puerto con la brisa de bienvenida; del alojo emocional, que hacen de esta villa una sala de estar con mucho trasiego, escuchando el caminar del visitante mediando un juego ensortijado con un mapa atento por desplegarse.

El mundo nos contempla. La Farola alumbra este deambular certero y paciente que trastorna al olvido. Los japoneses, con su cualificación experimentada en la insularidad de una vida derrotada en tierra, proyectan su virtud en nuestras tierras con el convencimiento del Arte como cuerdas, para seguir atando su semblanza de aislamiento con la cercanía del Quejío, del tiento y de la alegría que esta costa marinera riega con miradas de jábegas de ojos fenicios, aletargando al atardecer en El Palo; La Cala; El Rincón o Teatinos.

Todo texto tiene su prólogo y epílogo. En estos días de muelle numerado hecho volumen; de escritores y lectores; esta ciudad, dedicada al reencuentro tiene la mejor fórmula para reinventarse a sí misma: El Libro y su Feria. Un lugar donde los líricos ríen en altares efímeros. Un sitio de palabras que nos resumen la ficción en una metrópolis que posee inherentemente la sonrisa de su propia lectura. ¡Vida a los libros! Vida para amarlos. Existencias que se hilvanaron entre páginas que encuadernan una cubierta de una piel llamada Málaga. Gracias a los narradores. Bondad para los poetas.