A uno, como cada año por estar fechas, le vuelve a tocar añadirle una cifra a su edad. Habrá o no habrá, dependiendo de las circunstancias, fiesta, regalos, felicitaciones, llamadas, mensajes, cena especial, una flor, una botella de vino, entradas para el teatro, una tarta con velas, sorpresas. Y es que le damos mucha importancia a cumplir años, que llegan con aldabonazos de alegría o de tristeza, y además también nos damos mucha importancia como seres sujetos a las veleidades del tiempo, probablemente el único dios que, lo sepamos o no, veneramos todos. Cumplir años le hace a uno, por un día, el centro de atención, el centro de todos y de todo (si todo y todos se acuerdan, que no siempre es así), el centro de ese tiempo que el resto de días pasa a nuestro lado casi sin reparar en nosotros. Los cumpleaños detienen un poco el tiempo o le convencen de que mire hacia otro lado, aunque luego el tiempo se venga poniéndose a correr al doble de su velocidad habitual al cabo de escasas veinticuatro horas. El tiempo nunca deja de llevar su pala de enterrador al hombro, ni siquiera cuando se pone una matasuegras en la boca o cuando brinda con cava por el homenajeado.

Cumplimos años las personas, cumplen años (o siglos) algunos objetos prestigiosos como los de los museos (momias, esqueletos de dinosaurio, jarrones chinos, cuadros, monedas) y cumplen años (incluso eras) sucesos históricos (batallas, dinastías, imperios, biografías de próceres o artistas) o cósmicos (las estrellas, los agujeros negros). Con eso ya creemos saberlo todo acerca del material del que está compuesto el tiempo. Pero la verdad es que no lo sabemos, que no tenemos ni idea. El tiempo es inaprehensible analizado o vivido de esta manera. El tiempo tiene leyes propias, ritmos propios, intereses propios, objetivos propios. El tiempo juega a hacernos caso para someternos mejor. Las fiestas de cumpleaños son una buena prueba de eso: nos sentimos, como decíamos antes, centro, centrales, sin darnos cuenta de que seguimos siendo periféricos, sobras del tiempo, sus afueras repletas de escombros y cementerios, las piezas obsolescentes de su maquinaria infernal.

Una rebelión o una utopía aún por proponer sería la de abolir por decreto los cumpleaños. Nada de fiestas, nada de reuniones, nada de calendarios tachados, nada de carnets de identidad informando sobre las cifras de nuestro nacimiento, nada de amigos cantando letras ridículas. Nada de nada para que el tiempo, ahogado en esa nada, braceando en las aguas procelosas de esa nada, no se acuerde de que ese día tenía la misión de apretar un poco más el nudo corredizo alrededor de nuestro cuello. Nada de darle al tiempo tanto poder sobre nosotros. El tiempo podrá envejecer a nuestro lado pero ya no ser el instrumento de nuestro envejecimiento, el provocador de ese envejecimiento. El tiempo podrá ser testigo de las arrugas que vayan brotando, como brotan los frutos en un árbol, en nuestra piel pero ya no el escultor de esas arrugas ni su jardinero infiel. El tiempo, en fin, tendrá algo que decir acerca de lo que somos pero sólo después de escucharnos atentamente y cuidándose mucho de robarnos o imponernos palabras.

Así que, con permiso del tiempo y de ustedes, un servidor esta semana ha tomado la decisión de no cumplir años. No será fácil conseguirlo porque casi todo conspirará para que los cumpla a la fuerza. Espero con impaciencia el día señalado a ver qué ocurre. El tiempo afila su guadaña. Por mi parte, intentaré no ponerme a su alcance. Ya les cuento el resultado.