De Cabo Verde me traje hace años varios recuerdos, entre ellos una amnesia de catorce horas que ni en Las Vegas. Del origen sí me acuerdo del lisboeta cincuentón y su experimentada barriga pidiéndonos prudencia con la botella sin etiqueta de grogue, el aguardiente de caña que nos teletransportó desde la barra de la piscina del hotel a la hora de la merienda hasta las tinieblas de la madrugada de Santa María. Baldomero, el buscavidas que esa noche encontró las nuestras para salvarlas, nunca nos reveló el contenido de aquella noche, pero desde entonces se echaba las manos a la cabeza cada vez que nos veía llegar a la playa con una cervecita en la mano.

A Bal también le debemos un magisterio sobre cómo comportarse ante el acoso de los incansables subsaharianos que acechaban en la calle a los turistas para ofrecerles sus artículos. A los caboverdianos, más que a los veraneantes, les incomodaba muchísimo aquella forma tan agresiva de vender un souvenir. Como Pedro, aquel estafador con sonrisa de marfil que no dudaba en arrastrarte del brazo hasta la cabaña en la que exponía figuras de madera que destiñen con los años. Bal nos enseñó que el mejor antídoto contra el acoso era la mano dura. Elevar la voz, mandarlos a la mierda si hacía falta, era el único idioma que los comerciantes entendían para que respetaran tu espacio vital o poner fin a persecuciones callejeras. La última vez que vimos a Pedro tuvo que salir corriendo.

De ese cabrón me acuerdo menos. Si acaso cuando vuelvo a comprobar que mamá hipopótamo y su bebé siguen dejando huellas de pintura marrón en el mueble de la tele. A Bal lo añoro cada día. Porque dar unos pasos en el centro de Málaga sin mandar a la mierda a cualquiera de los relaciones públicas que asaltan indiscriminadamente a todo ser vivo es casi imposible en esta ciudad. Da igual si eres guiri o no. No importa si conoces el timo de la fritanga ahogada en aceite del año pasado, si no te apetece carne o pizza ni beber un dos por uno de garrafa en un tugurio en plena jornada laboral o si simplemente no quieres que te dirijan la palabra.

Yo soy Baldomero ahora.