Me temo que en Europa algunos políticos están jugando con fuego. Y no me refiero precisamente a los dirigentes de Syriza. No, hablo más bien de quienes tienen la mayor responsabilidad de lo que ocurre, empezando por la canciller alemana y su inflexible ministro de Finanzas.

Es tal la miopía de ésos que nos gobiernan y de quienes se limitan a seguirlos sin cuestionarse nada que no ven lo que se está gestando en Europa o, si lo ven, no parece que les importe.

Y, sin embargo, basta con mirar alrededor de uno para percatarse de cómo no dejan de crecer los nacionalismos en todas partes, incluida la propia Alemania.

Los nacionalismos en este continente, nos enseña la historia, no han traído nunca nada bueno, y ésa es la principal razón por la que se decidió crear la Unión Europea, un espacio que debía ser de solidaridad y confianza entre sus socios pero donde ahora sólo parecen medrar en cambio la competitividad y los egoísmos nacionales.

¿No se dan cuenta nuestros políticos de la polarización social no ya sólo en Grecia, el país más castigado por la crisis, sino también en tantos otros lugares donde no ha dejado tampoco de crecer la desigualdad mientras se erosionaba el estado de bienestar, único garante a la larga de la paz social.

No sé que habrían dicho De Gaulle, Adenauer, de Gasperi, Paul Henri Spaak, Willy Brandt y otros grandes políticos europeos de lo que ahora ocurre, pero uno piensa que no tendrían palabras amables para sus miopes sucesores.

Las recetas neoliberales impuestas por Alemania y aceptadas de mejor o peor grado por el resto de los socios generan cada vez más división social, mayores tensiones, que los gobiernos tratan de contener mediante el recurso a políticas represivas, como vemos que ocurre aquí con la llamada «ley mordaza».

¿Por qué se empeñan los dirigentes europeos, si no es por pura ideología, en seguir con una política que hasta el momento sólo parece beneficiar a Alemania, país que vuelve a dominar a Europa, aunque ahora sea afortunadamente sólo por la fuerza de su economía?

La receta del desastre europeo se ha explicado hasta la saciedad: gracias a un euro a imagen y semejanza del viejo marco, pero también gracias a la contracción salarial impuesta a sus trabajadores, Alemania logró aumentar rápidamente sus ventajas competitivas frente al resto de sus socios comerciales.

La imposibilidad de devaluar como antes sus monedas los otros países del euro, unida a la contracción de la propia demanda interna alemana, benefició extraordinariamente al sector exportador germano y permitió a Berlín endeudarse casi a coste cero y atraer masivamente capitales extranjeros.

Para el resto de los miembros de la Unión Monetaria Europea, el efecto fue el contrario: incapaces de mantener el mismo nivel de competitividad aun a fuerza de abaratar sus costes laborales, vieron aumentar los déficits comerciales mientras animaban a sus ciudadanos a endeudarse.

La disponibilidad de dinero barato, que impulsó el consumo y las inversiones, sobre todo en el sector de la construcción en países como el nuestro, ocultó las debilidades de la construcción del euro hasta que estalló la crisis y todas esas contradicciones salieron de pronto a la luz.

Grecia, el más vulnerable de todos los países del euro por ser el más caótico y menos competitivo, tuvo que someterse a las duras e inflexibles recetas de la «troika», que agravaron su sangría hasta dejar a la población casi exangüe.

Era totalmente previsible puesto que es imposible que crezca una economía a base de drásticos recortes salariales mientras se elevan los impuestos a los únicos que tributan. Y si no se crece, no se podrá nunca devolver lo que se debe.

Dijo el otro día el expresidente del Gobierno español Felipe González, criticando al primer ministro griego, Alexis Tsipras, que cuando «uno llega a un puesto de responsabilidad tiene que ser coherente con sus principios».

¿Es que no ha tratado precisamente de serlo Tsipras, pero no le han dejado quienes no aceptan que el gobierno de un pequeño país, elegido tan democráticamente como los otros, les contraríe?

Algún analista ha acusado a Tsipras de «desenfundar», gesto que calificaba de «hostil», al convocar el referéndum. Y argumentaba que los referendos no son para «un uso ventajista que se ampara en la democracia y alienta los instintos nacionalistas».

¿Por qué no se lo dice a Alemania, cuyo egoísmo nacionalista y falta de empatía con los que sufren las consecuencias de sus políticas amenaza con provocar incendios en todas partes?