Pero cómo se puede obedecer tanto. «Uno tiene que tener siempre el nivel de la dignidad por encima del nivel del miedo». La frase del escultor Eduardo Chillida da en el clavo, probablemente porque sintió esa lucha en sus propias carnes y se resistió a perderse a sí mismo, que es la consecuencia de andar por ahí sin dignidad, a pesar de haber perdido algo por no hacerlo.

Comento con personas diversas, incluso con alguien a quien de nada conozco en una cafetería al incorporarse a la charla que yo mantenía por el móvil con una amiga, hasta qué punto algunos empleados de operadores y empresas que dirigen la atención al cliente telefónicamente manipulan, cansan, repiten, preguntan, repreguntan, incluso presionan subrepticiamente en ocasiones y dilatan la conversación con quien pretende darse de baja de los productos contratados. Y a todos les ha pasado lo mismo pero parecen dar por amortizado este síntoma social, otro más, de nuestro tiempo. Detrás de esta actitud estratégica de agotar al cliente y ordeñarlo por encima de su nivel de mala leche está, sin duda, la presión de los ejecutivos de la firma sobre sus empleados, contratados en precario en muchas ocasiones y a los que prepara para que actúen así. Pero hay formas de emplearse a fondo en prácticas que quizá sean legales aunque no honrosas. Y poner el foco en la fuente no exime de culpa a las gotas que te salpican en el ojo.

«La dignidad es el respeto que una persona tiene de sí misma y quien la tiene no puede hacer nada que lo vuelva despreciable a sus propios ojos», advirtió la jurista, humanista y luchadora Concepción Arenal. Su pensamiento profundo, como el de otros sabios que nos legaron sus reflexiones para una supervivencia con dignidad, y no para inundar con ellas como calcomanías cursis y baratas los muros de las redes sociales, no puede terminar en la lavadora como aquellas camisetas con el poema «Táctica y estrategia» de Benedetti en los años 70. Cuando nos enfrentamos de frente, desde el conocimiento bibliográfico de sus autores a ser posible, con este tipo de reflexiones y las despreciamos es que algo anda mal. Cuando nos parecen que son como «cogérsela con papel de fumar» (o cualquier otra metáfora igual de efectiva y vulgar que aluda a la anatomía femenina a la hora de la micción), cuando esos pensamientos no conectan con nuestra necesidad íntima de promover una sociedad menos despiadada y desencantada para nuestros hijos, es que ya estamos derrotados, aunque nos creamos triunfadores por los números de nuestra cuenta corriente o, al contrario, porque nos creamos perdedores y ya todo nos dé igual por haber fracasado económicamente (haber perdido o estar derrotado son cosas distintas).

Seguiremos legislándolo todo, regulando hasta la última transacción con efecto económico y social, pero esa legalidad no justifica cómo podemos obedecer hasta pasar del servicio al servilismo impulsándonos, hacia abajo, en nuestros semejantes.