Desde el aire, todas las ciudades son una hermosa mirada indefensa bajo el cielo. El sueño de un niño con los ojos abiertos de par en par. El de una muchacha que ama echada en la piel del mar o de la hierba. El de alguien que deshabita su peso hacia su sombra para buscar alzada su última esperanza azul. Desde el aire, todas las ciudades son la vida desnuda esperando caricias de nubes, de lluvia, de pájaros. También son, en días como hoy, la dolorosa cicatriz de un crimen de guerra. Guernica, Rotterdam. Varsovia. Hamburgo. Tokio. Lübeck. Dresde. La equis de sus nombres en la diana de una tormenta de fuego, del insomnio de la muerte y sus motores. Ninguna fue, como esta mañana de hace 70 años, el claro de un agujero entre nubes por el que un avión enhebró 20 kilotones atómicos con el nombre de Fat Man. 60.000 personas perecieron inmediatamente en Nagasaki. 90 mil más en los meses posteriores. Tres días antes, otra bomba llamada Litte Boy destrozó 166.000 vidas en Hiroshima. El asesinato de millares de civiles para ganar la guerra. La paz envuelta en cenizas y con la piel quemada. Jamás entenderé cómo Harry Truman declaró entusiasmado al recibir la noticia: «Éste es el suceso más grandioso de la historia».

De aquel doble golpe bajo desde el cielo, unos 200 mil víctimas continúa con vida, y varios miles siguen necesitando atención por las enfermedades vinculadas a la radiación. Desde 1956 La Cruz Roja Japonesa ha administrado hospitales que han atendido a más de 2,5 millones de supervivientes de los estallidos atómicos, y han admitido como pacientes internos a más de 2,6 millones. El 63 % de los decesos, registrados en el hospital de Hiroshima hasta marzo de 2014, se debieron a diversos tipos de cáncer. Tadateru Konoé, presidente de la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja, quien representará al Movimiento Internacional en las ceremonias de paz en Hiroshima y Nagasaki, ha incidido estos días en que las consecuencias del bombardeo «trascienden el tiempo y el espacio» y que «una vez producidas ya nunca más se las puede contener».

La Historia nos avergüenza al hacer memoria pero seguimos sin aprender de ella. O tal vez sí. Desde 1945 se han llevado a cabo 2.045 ensayos nucleares. Los más destacables los protagonizaron la bomba Ivy Mike en un atolón de las islas Marshall en 1952 que hizo desaparecer la isla Elugelab y Zar, detonada en 1961 por la URSS en el Ártico, con una potencia aproximadamente equivalente a 1.500 veces la de Hiroshima.

Según informes del Centro Ploughshares, una organización sin ánimo de lucro contra la proliferación nuclear dirigida por el experto en armas atómicas Joseph Cirinccione, y del Instituto Estocolmo de Paz -con todos los acuerdos de No Proliferación Nuclear vigentes en el siglo XXI- en el mundo hay un total aproximado de 15.850 armas atómicas. Están repartidas entre Reino Unido, Francia, China, la India, Pakistán, Israel (aunque no lo admite oficialmente) y Corea del Norte. Con 7.500, Rusia es el país con más cabezas atómicas, seguido por EEUU con unas 7.100. Unas 4.300 están desplegadas en las fuerzas operacionales y unas 1.800 se mantienen en estado de alta alerta operacional. Sin embargo, actualmente el eje de la defensa nuclear no son los bombarderos o los misiles, sino los submarinos nucleares que pueden llevar más de 200 bombas de Hidrógeno, con una potencia individual cien veces superior a la de Hiroshima. El debate nuclear parece cerrado con Irán, pero persiste el temor de que un grupo terrorista se haga con armas de destrucción masiva. También el general retirado de Infantería de Marina James Cartwright y el general mayor retirado ruso Vladímir Dvorkin, alertan, en un reciente artículo en el New York Times, que el riesgo de que se produzca un conflicto nuclear «accidental» en el mundo es extremadamente alto.

Cada vez que accedemos a datos de este calibre, junto con los que mueven los mercados financieros y los grandes negocios -como el que conlleva que el presidente Obama haya decidido modernizar el programa de defensa atómica, que da empleo a 40.000 personas, con una inversión de 900.000 millones de euros (un billón de dólares) en las próximas tres décadas-, lo normal es pensar que somos insignificantes decimales y cobayas de un privilegiado círculo que sólo piensa en el poder destructivo del miedo. Provenga del dinero o provenga de las armas.

No entiendo por esto mismo qué se conmemora internacionalmente. ¿Los bombardeos atómicos?, ¿el final de la Segunda Guerra Mundial?, ¿el éxito de la inversión de 2.000 millones de dólares y más de 130.000 trabajadores en el desarrollo de aquella primera bomba nuclear? Sólo sé que aquel crimen de guerra nunca ha sido juzgado, y que la herida continúa abierta. Nunca nadie ha podido cerrarla. Ni siquiera la belleza conmovedora y reflexiva del cine. Los niños de Hiroshima de Kaneto Shindo, Rapsodia en Agosto de Kurosawa, Lluvia negra de Imamura o, mi preferida, Hiroshima mom amour de Alain Resnais, nos enseñaron el apocalipsis de la guerra y cómo transformar sus horrores en poéticas historias que celebran las emociones humanas y la cicatrización del dolor.

No depende de nosotros evitar la enajenación de los que, más que en el encuentro del diálogo constructivo, creen en las aplastantes demostraciones de fuerza. Pero al menos exijamos a los organismos internacionales que tengan conciencia nuclear, y que, vigilantes, eviten su amenazadora posibilidad real.

Quiero seguir soñando que desde el aire no se escuche jamás un grito calcinado bajo las bombas. Que todas las ciudades sean un rompecabezas abstracto de Mondrian. Un mapa de la vida en el que desembarcar la búsqueda de la felicidad. Aunque sea bajo esa lluvia que nos enamora cantar.