En uno de los muros del ITESO, una prestigiosa institución universitaria de Guadalajara (México) vi escrito un pensamiento admirable. Decía que en ella se pretendía educar no a los mejores del mundo sino a los mejores para el mundo. En ese juego de preposiciones se encuentra, a mi juicio, la clave de la educación. Y, muy especialmente, de la educación superior. La educción como un fenómeno que nos mejora y mejora nuestra sociedad y no como un recurso para poder aprovecharse de los demás y de las circunstancias.

La idea tiene que ver, repito, con la esencia de la formación.. Frente a la competitividad extrema que campa en la filosofía neoliberal, este bello y profundo pensamiento nos pone en la onda de la sensatez y de la ética. La racionalidad que exige de la adquisición del conocimiento un sentido y una finalidad beneficiosa y no dañina para la comunidad. Y la ética que supedita la acción a la esfera de los valores. La formación es como un cuchillo que se puede utilizar para matar o para salvar. En el ITESO se plantean la idea de formar a quienes salven al mundo y lo hagan habitable..

Enseñar a competir a cualquier precio nos lleva a la situación presente en la que es más importante ser el mejor de todos que ser el mejor posible. Formar personas que sean capaces de entrar después de ti por una puerta giratoria y salir antes, nos lleva a un mundo en el que solo pueden vivir unos pocos. Los más hábiles, los más fuertes, los más listos, los más ricos, los más sanos, los más poderosos€ Formar a los mejores para el mundo significa que se prepara a personas capaces de respetar los valores, de tener solidaridad, de sentir compasión y de ayudar al prójimo.

La competitividad genera estímulo, pero puede generar también rivalidad, enemistad, ansiedad, odio, trampas e injusticia. Téngase en cuenta que se compite desde situaciones y capacidades y medios distintos. Téngase en cuenta también que si todos quieren ser el primero, solo uno no va a quedar frustrado,

Educar teniendo como lema ser el primero conlleva el resultado de que todos/as quienes no alcancen ese puesto van a ser unos fracasados.

La competitividad que se apoya en el relativismo moral, nos deja a todos maltrechos. A quienes pierden porque quedan destrozados, a los que ganan porque pervierte su espíritu si lo han hecho con trampas y a los testigos porque aprenden las malas prácticas de actuación.

Desde la filosofía de la competitividad los perdedores no tienen espacio. Solo se contempla a quienes suben al podio. Nada importan los que han abandonado la carrera, los que han quedado en los últimos lugares o los que ni siquiera han podido competir. Este es un mundo de triunfadores. Quien ha perdido, está perdido. No cuenta para nada su esfuerzo, su dolor, su inferioridad de partida, su mala suerte o su condición de víctima.

Hoy no se entiende la actividad sin la competición. Hay que ganar a los otros. Hay que ser mejores que los otros. Entre países, entre comunidades, entre instituciones, entre clases, entre alumnos, entre hermanos€ Hay que ganar a los otros como sea. Vale todo pasta escalar unos puestos, para triunfar.

No se entiende el deporte sin ganar a los otros, no se concibe la enseñanza sin llegar a saber más que los otros, no se entiende la economía sin poder ganar más que los otros€ Como sea. Por lo medios que sean.

Cuando se utilizan mediciones estandarizadas para la evaluación, lo que se busca es conseguir un puesto elevado en ranking, es decir tener muchos más debajo que encima. De tal manera que esas pruebas acaban convirtiéndose en el fin y no el medio para mejorar la enseñanza.

Nada se entiende sin competir. Tampoco en la vida cotidiana. Me contaba hace tiempo una mamá que iba en el coche al lado de su marido que lo conducía cautelosamente. El niño iba en silencio detrás. Y ya se sabe que, cuando los niños callan, es que algo están maquinando en sus cabezas. La mamá me dice que, de pronto, el niño se dirige a ella de forma agresiva y le espeta:

- Mamá, nunca podré entender cómo te has casado con un señor al que le adelantan todos los coches.

Ya dese pequeño el niño había aprendido que su papá no podía conducir para llegar a un sitio, sino que tenía que conducir para adelantar a otros, para no ser adelantado por nadie.

Poner el énfasis, como hace la institución a la que me refería al principio, en que la finalidad última de la formación es mejorar el mundo, hacerlo más habitable, más solidario, más justo y más hermoso, cambia por completo la perspectiva.

Cuando se pretende ser el mejor de todos se pone el foco en uno mismo, en las ventajas que tiene ser primero. En el prestigio que conlleva ganar y desbancar a los otros del podio. Cuando se pretende ser el mejor para todos, se está pensando en que ese conocimiento o esa destreza que se adquiere tiene que ponerse al servicio de la sociedad.

Sólo así podremos construir una sociedad cada vez mejor. Una sociedad en la que no solo quepan los triunfadores, los sanos, los fuertes, los ricos, los listos, los poderosos. José Antonio Marina tiene un libro que se titula Las culturas fracasadas. Sostiene en él la tesis de que fracasa una cultura cuando se vive en ella indignamente.

No conviene perder el rumbo aunque muchos señuelos nos tienten. Y el buen rumbo es saber preparar entro todos en la tierra un lugar donde todos tengan cabida. No solo unos pocos. El buen rumbo es preguntarse qué sucede con quienes Paulo Freire llamaba «los desheredados de la tierra».

El hecho de que vayamos caminando hacia un mundo en el que los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres resulta muy inquietante. Si los grandes triunfadores del sistema educativo, que son quienes gobiernan los pueblos, no son capaces de preocuparse de manera sistemática, concienzuda y eficaz porque se reduzca en el mundo el hambre, la opresión, la miseria, la ignorancia y la injusticia, ¿por qué hablamos de éxito del sistema educativo?

Creo que, en la formación, hay que buscar que cada uno llegue a ser el mejor de sí mismo, a alcanzar el mayor desarrollo posible con dedicación y esfuerzo. La pretensión no ha de ser conseguir superar al otro, ser más que él. Un buen criterio para saber cómo se han hecho las cosas en la formación sería preguntar a las personas para las que trabajan los profesionales. Hay profesionales que realizan su tarea para el exclusivo enriquecimiento, sin excluir la explotación y el engaño de los usuarios o clientes. Hay, por contra, profesionales que ponen su saber y su destreza al servicio de la comunidad.

El objetivo de formar a los mejores del mundo lleva aparejada una inevitable pregunta: ¿para qué? Es decir, una vez que sean los mejores, ¿qué van a hacer?, ¿en qué y cómo van a utilizar su conocimiento? La pretensión de formar a los mejores para el mundo lleva implícita la idea de que quien va salir beneficiado no es solo quien se forma sino todos los demás.