Creo que fue el exalcalde republicano de Nueva York Rudolph Giuliani quien empezó a aplicar la llamada «tolerancia cero». La dureza era la norma con los conductores borrachos, los pequeños delincuentes, los navajeros y los grafiteros. A pesar de algunas protestas contra la violencia policial -o quizás precisamente por ello-, la criminalidad descendió en poco tiempo, convirtiendo la ciudad en una de las más seguras del planeta. De un signo muy distinto, más socialdemócrata y europeo, es la política conocida como «visión cero», que se inició en Suecia a mediados de los noventa para reducir los accidentes de tráfico. Lo lograron en gran medida gracias a la educación vial, las mejoras tecnológicas en la seguridad de los vehículos y la adaptación de las infraestructuras (de los carriles bici a la prohibición de adelantar en un buen número de tramos de las carreteras suecas).

Nathalie Rothschild, en un reportaje publicado en la revista The Atlantic, explica que los efectos de la doctrina «visión cero» se han extendido mucho más allá de la idea original, nutriendo la casi totalidad del debate político. La «visión cero» sería lo que da impulso a la lucha pública contra los suicidios, los accidentes laborales, las infecciones hospitalarias o el aborto. Dicho en forma metafórica, estaríamos ante el «programa Apolo» del Estado del Bienestar: un empeño colectivo por reducir las consecuencias de lo imprevisible hasta sus mínimos.

De las riberas del Báltico al Mediterráneo, cabe plantearse si la doctrina de la «visión cero» podría enriquecer el debate político español. Por ejemplo, un pacto social que diga no a la corrupción. Empecemos por abajo y digamos no a las facturas en negro, a la explotación laboral y a los privilegios sin sentido. Nada haría más por la democracia española que recuperar el prestigio de la política, lo cual a su vez exige desmontar la geografía de la corrupción. Quizás estemos ya en ello. O quizás no.

Pensar en formato «visión cero» supone reivindicar el legado democrático que rechaza la exclusión y la falta de oportunidades. Se trata de una ética que, para llegar a realidades concretas, se alimenta de la utopía: la lucha contra la pobreza extrema, el fracaso escolar, la miseria social, la violencia doméstica... Cuando un país rescata con dinero público a la banca y esta a continuación recurre a los desahucios, hay algo que no funciona correctamente. Y, como hemos podido comprobar en las últimas elecciones locales y autonómicas, son muchos los populismos que se aprovechan de esta disfunción. La victoria de los movimientos alternativos en ciudades como Madrid o Barcelona se puede leer en una clave similar: el hartazgo hacia una política que no convierte la «visión cero» en uno de sus ejes centrales.

Si la utopía ha pavimentado los caminos de todos los desastres, hay en cambio reformas cuantificables que, más que enormes sumas de dinero, exigen apenas algo de voluntad política. Porque ¿cuánto le costaría al Estado y a los bancos frenar los desahucios? ¿Y pagar el menú escolar a los hijos de familias en peligro de exclusión? Cuando los presupuestos generales destinan aproximadamente sesenta mil millones de euros anuales -un 6% del PIB- a subvenciones de todo tipo, muchas de ellas ineficientes, uno se pregunta por qué no se invierte en lo que da resultados a medio y largo plazo: guarderías de calidad, permisos generosos de maternidad, horarios de trabajo compatibles con la vida familiar, atención temprana a los problemas escolares, ciertos mínimos garantizados de protección social, un plan integral de atención y prevención de las enfermedades crónicas, etc. Hechos concretos, políticas de proximidad. La «visión cero» nos acerca a la utopía porque se deshace de la ideología. Al menos de algunas de sus aristas más peligrosas: como lanzarse a la conquista de un país sin ofrecer nada más que la palabrería de los charlatanes.