Roland Barthes en Japón y Elías Canetti en Marruecos, como nos cuentan en los libros suyos que relatan esos viajes estos dos genios de la literatura y del pensamiento contemporáneo, se sintieron felices de no comprender, respectivamente, el japonés y el marroquí y, así, poder desalojar lastres conceptuales de una conciencia de ser que ya no alzaba el vuelo más que para ver paisajes conocidos hasta la extenuación. Desentenderse, nos vienen a decir, es una forma de purificación maravillosa: el inicio de una ascensión, el nacimiento de un vértigo, el abrazo con las nubes, el oxígeno jugando a las carreras de sacos por los conductos respiratorios. Te limpias de los verbos estáticos, de ese latigazo de electricidad y nervios que obliga a la mente a hacerse cargo de la situación, y te abandonas a los sustantivos lábiles y translúcidos que te dejan en un afuera semidespoblado en donde todo o casi todo queda por hacer, y te entregas a la orgía sin víctimas de las interjecciones y los monosílabos, y te emborrachas de caras y gesticulaciones que multiplican tu cuerpo hasta el infinito. Tacharse para darse otra oportunidad. Irse de uno -y, muy especialmente, del uno que los demás construyen contra ti-, irse del uno para comenzar desde cero. Éxtasis del desplazado, del inasible, del fantasma, del raro, del extrañado, del otro, del opaco, ¡del intocable! El rumor del intraducido mezclándose con el rumor de lo intraducible: el viento en las hojas de los árboles como única posible explicación de todo: eso que, digamos lo que digamos, somos y nada más.

Uno, en medio de su sociedad y de su lengua, está cansado de entender -entender es tomar partido, decidir de qué lado del sentido te pones-, de tanta información -que trivializa, deshumaniza, rebaja, esconde, roba...-, de tener la obligación de responder -si no sabes el idioma basta un gesto amistoso, pero si lo sabes tienes que pararte y salir de ti, adaptarte y perderte, señalar y desensoñarte, afirmarte y contribuir-, de ser rehén de los que se interesan por ti en lugar de ser sólo, y qué placer, parte del flujo, una onda en la superficie de los seres. Descansar de tanta frase hilvanada con banalidades a cambio, sí, de no poder hablar con ciertas gentes que podrían enriquecerme muchísimo. (¿Y es que no soy ya demasiado rico, es que no se trataba de desembarazarse de lo acumulado para nada, de merecerse el don de que la pobreza regrese a uno?). No es falta de respeto sino necesidad de no estar: si no puedo ser invisible, al menos puedo ser inaudible, insonoro, sordo y mudo a las tiranías de la atención. Apagar los comentarios para concentrarse en la música, en los movimientos, en la combinación de colores y desplazamientos, en el argumento de los estímulos averbales: borrar cualquier rastro de explicación -la palabra devorando a la palabra- a favor del espectáculo, o no tanto de éste como de la deliciosa incógnita del espectador en la oscuridad de una sala de cine. Cuando viajo me defiendo, literalmente, con lo poco que voy aprendiendo sin querer de las lenguas locales: sintagmas sueltos que lanzo como botes de humo para poder escapar sin que nadie lo note. El peso de lo que comprendo ya le ha arruinado demasiados días a mi vida.

Es o acaba de haber sido tiempo de viajes para muchos. Tiempo de guías, vocabularios comprimidos, consejos, itinerarios prefijados. Como Barthes y Canetti, quizás deberíamos viajar arrojando todo eso a la basura. Viajar desnudos y con la expresa voluntad de no entender sino aquello que quiera entender el cuerpo. ¡Ánimo!