Me apeo de esta especie de competición por ser el más solidario, justo, ejemplar e intachable en que se ha convertido Twitter». Eso escribí precisamente en mi cuenta de la citada red social tras leer a Jorge Bustos quitándome las palabras de la boca: «No sé si da más vergüenza el exhibicionismo moral de Twitter o el narcisismo del periodismo por la foto del niño de la playa de Turquía. Qué ocasión de callar era». Estoy demasiado harto de todas esas personas que se disfrazan de justicieros sociales, que apelan a la sensibilidad ajena cuando la suya ha necesitado para despertar de la foto cruda de un niño ahogado; de ésos que nos conminan a firmar en sus peticiones de nosequé en Change.org para poder dormir con la conciencia tranquila -claro, eso es lo único que podemos hacer nosotros como ciudadanos, pedir, solicitar, exigir ¿verdad?-; también exhausto de ver y leer a colegas henchidos de orgullo, satisfacción y lirismo inútil al creer que sus debates sobre la publicación de la instantánea mueven a la reflexión cuando lo único a lo que llevan es a la vergüenza ajena -¿cuántas veces más tendremos que leer o escuchar una frase tan repugnante como «hay que ponerle cara a una tragedia»?-.

Ahora parece que jamás olvidaremos al pobre chavalín de la playa; y no, no lo haremos, pero lo pondremos pronto en el rincón de las cosas que dolieron una vez y que recordaremos echando uno de esos suspiros de penilla llevadera. ¿Se acuerda del Bring Back Our Girls aquel y las 200 niñas secuestradas por Boko Haram? El otro día cumplieron 500 días de secuestro, y no vi nada por ningún lado, ni trending topic, ni fotos con el cartel aquel, ni nada de nada. Resulta fastidioso aceptarlo pero, créame, es así: las tragedias nos duran lo que nos dura el dolor, el impacto, lo que tarda en llegar esa anestesia que nuestro cuerpo -que, recuerde, es una máquina- segrega naturalmente para que podamos seguir viviendo -sobreviviendo, mejor-.

Siempre me ha resultado muy curioso que en castellano el verbo actuar se refiera tanto a poner en marcha, ejecutar, realizar algo como a interpretar, fingir. En estos días en que los timelines de medio mundo se llenan de mensajes indignados, en que uno lee los consabidos eslogans para «abrir nuestros ojos», se percibe mucha interpretación y exageración; ojo, no digo que sean tuits, posts o palabras falsas, fingidas, sólo que están sobreactuadas. Porque después de haber visto la foto en cuestión y haber escrito mensajes de hiperbólica desesperación, hemos seguido con nuestras vidas, nos hemos reído, nos hemos entretenido viendo un programa ligero de televisión; ver y sufrir la instantánea ha sido un impás en nuestro día a día, centrado en cuestiones quizás banales pero necesarias. Porque, en suma, aunque lo tuitee con buena intención, no, #UstedNoEsUnRefugiado; usted, como yo mismo y otros tantos millones, es alguien que ve la vida pasar.

El exhibicionismo melodramático y egotístico que aplicamos a tantas cosas de nuestra proyección pública me recuerda uno de los momentos de Gran Hermano que más perplejo me han dejado: no recuerdo qué concursante sometido a no sé qué presión o episodio tremendo empezaba a llorar y, tras un rato, se iba al WC a verse en el espejo llorando. Quizás no se creyera tener sentimientos de verdad y tuviera necesidad de contemplarlo por sí mismo, quizás se encontrara guapísimo o guapísima con las lágrimas como maquillaje facial, quizás se analizara para ver si parecía lo suficientemente desgraciado y triste como para que sus compañeros entendieran su pesar y le consolaran. Me da a mí que todos esos quizases resumen un tanto nuestra actitud en las redes sociales ante la tristeza cotidiana que nos ahoga.