Llevaba tiempo valorando el creciente aflautamiento vocal del presidente, no sabía si respondía a los baños veraniegos en las frías pozas gallegas o al sobrecalentamiento testicular por montar tanto en bicicleta, pero el reciente paso de modificar la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional ante la inminencia de las elecciones catalanas me ha sacado de dudas. Mariano Rajoy tiene miedo y se va de vareta.

Después de todo el verano estrujándose las meninges, las mentes más privilegiadas del PP han juntado la neurona necesaria para parir la madre de todas las ideas, cambiar las reglas del juego a mitad de partido, como si el Altísimo Tribunal español fuera un juguete roto al que darle una nueva utilidad 36 años después de la promulgación de la Ley que lo rige (Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional). No está mal, casi cuarenta años para caer en la cuenta de que los tribunales no están para hacer justicia sino para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.

Los separatistas se han llenado la boca con aquello de que el Gobierno es un conspirador montajista, que la Guardia Civil es un cuerpo de secuaces y que la Fiscalía no es más que una servil marioneta. Han llamado prevaricador al Poder Judicial siempre que han querido, han amenazado el Estado de Derecho cuando les ha beneficiado, y la única respuesta del Gobierno ha sido abusar de la mayoría absoluta para presentar una Proposición de Ley que dote de ejecutividad las decisiones del TC y así cortarle las alas al independentismo. Curioso invento viniendo de aquellos que se negaron a legislar en caliente sobre los desahucios, la dación en pago, los subsidios por desempleo, ayudas a autónomos, una sanidad efectiva, los asesinos de menores y tantos otros asuntos que de verdad importan al ciudadano.

No seré yo quien dé la razón a Artur Mas, antes me corto los dedos que seguir tecleando, pero lo cierto es que Rajoy sólo ha conseguido dotar de certeza plausible el resultado plebiscitario del 27 de septiembre, pues de otra forma jamás se habría tomado una decisión legislativa de un calado tan transversal. Esta reforma constitucional no es más que una muestra de nerviosismo, una herida abierta por la que sangra el hasta ahora incólume pantocrátor, una extravagancia que, en contra de lo pretendido, mucho me temo arengará a todos los que no creían tangible la broma divisoria.

El fin no justifica los medios y, a veces, la forma importa más que el fondo, porque mal vamos si esta es la mejor solución que han gestado quienes tienen nuestro futuro en sus manos. El legislador ha abierto la caja de Pandora, y lo lamentable es que dada la cobardía y la ineptitud mostradas por Gobierno y oposición respectivamente nada hace indicar que no vuelvan a repetirlo cuando les resulte conveniente o cuando no encuentren mejor salida por una negligente falta de prevención. Y conste que no estoy en contra de que el TC pueda ejecutar sus sentencias, pero sí me repugna que esto ocurra exclusivamente porque se vean forzados a ello cuando el enemigo les marca el paso. Arrieros somos.

Pero no se preocupen ustedes, para Navidad todo esto se habrá olvidado. Los mentideros políticos apuntan que las elecciones generales serán a mediados de diciembre, ya saben, para votar entre el olor a mantecado y la calidez familiar, porque todos sabemos que si el río fuera de anís del mono en Navidad los españoles seríamos patos, y eso es importante a la hora de elegir gobernantes.

Por mi parte ya estoy como loco esperando el anuncio de la lotería. Quién sabe, a lo mejor este año sale Mariano Rajoy cantando el Tamborilero con su recién estrenada voz de querubín deshuevado.