Según hemos podido leer estas semanas, unos cuatro millones de españoles se sienten solos. Solos de verdad. Solos de no tener a nadie, o muy esporádicamente, con quien compartir alegrías y penas, opiniones e ideas, planes de viajes y partidas de dominó, un día de playa o una noche de sexo, una película o un partido de fútbol, un paseo o unas cervezas en un bar. No tener a nadie no significa siempre no vivir acompañado, ya que muchos de los que confiesan sentirse solos tienen cónyuge o hijos se alojan en una residencia de ancianos. Estos quizás se sientan todavía más solos, ya que la cercanía de algunos otros sirve para recordarles lo que se pierden, lo que podrían tener (amistad, amor, complicidad, sintonía, cuerpo encendido, conversaciones de corazón a corazón, ganas de hacer cosas cogidos de la mano) y no tienen o han perdido por el camino. La soledad del solo, que es elegida en numerosos casos, es un poco menos soledad porque al menos no tiene que temperar su desacuerdo con los demás en la corta distancia de una convivencia obligatoria. La soledad del que todavía tiene que compartir con quien ya no se lleva bien, e incluso con quien se lleva peor que mal, piso, cuenta bancaria, mando de la televisión, tareas del hogar, ritmos vitales o comidas, es más cruel porque le da menos ocasiones para descansar, para desahogarse o para hacerse, antes de que sea tarde, esas preguntas esenciales que tienen que ver con la vida y con la muerte y que por lo general postergamos por falta de tiempo o de ganas o de valentía.

Cuatro millones que declaran en nuestro país que se sienten solos o que se han sentido solos muchas veces a lo largo del año. Cuatro millones de almas desahuciadas por el mundo. Es verdad que hay personas difíciles que, por culpa de su carácter o de sus actos, anima a los demás a darles la espalda. Todos conocemos gente así: gruñona, sin empatía, negativa, egoísta, aguafiestas, oscura, traidora, brusca o simplemente mala. Estos, asociales profesionales, se ganan su soledad a pulso porque es difícil encontrar a quien les soporte, y cuando alguien lo hace es frecuente que sea por pusilanimidad, cobardía, falta de recursos emocionales o económicos o puro masoquismo. Pero hay otros que de repente se encuentran solos sin habérselo merecido, sin haber cometido insidias o errores de bulto, sin haber acumulado agravios hacia los demás. Se encuentran solos porque sí, es decir, porque el sistema está organizado de tal manera que cuando deja de ser productivo (como trabajador porque se ha quedado en el paro o se ha jubilado, como padre porque sus hijos se han emancipado, como amante porque su pareja ya no le encuentra atractivo, como compañero de cartas porque ha padecido, pongamos, un ictus o una retinopatía diabética o cualquier otra discapacidad física) le expulsa a sus afueras, ese lugar donde uno se vuelve invisible e innecesario para sus prójimos.

La soledad crónica es casi peor que la muerte. A no ser que uno haya nacido siendo un solitario vocacional, como esos eremitas de todas las tradiciones religiosas que se retiran a desiertos, cuevas, monasterios o lugares parecidos para cultivar su desapego por el mundo y para avanzar por los enmarañados senderos del autoconocimiento. Si uno no es de esta raza de hombres, sentirse solo de manera continuada e irremediable es sentirse muerto, tocar la calavera pelada de la muerte con las propias manos y antes de tiempo. Un horror que no deberíamos dejar pasar sin hacer algo entre todos.