Hoy no se puede pedir el voto. Sin embargo, escribo este artículo en el último momento de campaña, viernes noche. Así que podría pedirlo. Pero cuando lo concluya será jornada de reflexión: sábado. A lo mejor podría instar a votar a una determinada opción mientras sea viernes, más o menos hasta la mitad del artículo, e instar luego a la reflexión en los últimos párrafos. No sé si me iba a quedar entonces un escrito demasiado instador, si es que existe la palabra. Tal vez usted haya abandonado ya este texto sin embargo, dado que puede estar astragado de tanta campaña. No lo haga, prometemos introducir algo de amenidad. Bueno, a menos que lo haga para ir a votar si no lo ha hecho todavía. Votar es un placer sensual.

Hubo un tiempo en el que yo era feliz sin saberlo e iba a votar de la mano de mi padre. Miraba con curiosidad a interventores y apoderados sin entender la diferencia, remiraba entre papeletas, estudiaba sus vivos o muertos colores, me fijaba en los logos, en las siglas, en la gente y sus silencios y gestos. En los guardias. En los escapularios identificatorios que colgaban de algunas pecheras. En los que entraban en silencio a las cabinas. En la forma en la que las mujeres pasaban la lengua por el sobre para cerrarlo. Intentaba adivinar qué votaría cada uno, haciendo infantiles análisis políticos en mi interior. No es descartable que aún siga haciéndolos. Luego íbamos a comer y todo lo invadía como una sensación de fiesta tras el deber cumplido. Aquello se convirtió en tradición. De años. De tantas generales, europeas, autonómicas... Tantas municipales. Toda la familia, que se iba ampliando, junta a votar. Uno cada vez mayor y más escéptico. A veces coincidíamos más en el menú que en el voto. O no. Hoy votaré solo. Por primera vez sin ninguno de ellos. Donde siempre. En el mismo sitio al que entré por primera vez de la mano de mi padre enfermo de niñez y preguntándole si podía llevarme a casa alguna papeleta.

Votaré no sólo lo que crea conveniente, sino en homenaje a lo que fue (en lo personal) un tiempo como aquel. No hay nostalgia. Ya saben que el clásico dice que es un error. Y las cosas tienen que cambiar. Hay tristeza. Cierta melancolía y una poderosa sensación dificilmente verbalizable acerca de lo efímero de todo. De lo corrosivo del tiempo. De como casi siempre (aunque no siempre) son inútiles -incluso en citas electorales cruciales como la de hoy-, los afanes humanos. Pero son los que nos quedan. Los afanes de nuestros días. Y no comprometernos con ellos resulta irresponsable y significa una renuncia a estar y ser en tu tiempo.

Hay que hacer política. Si no, otros la harán por ti. Para joderte, sobre todo. Hay que hacerla como ciudadano también por responsabilidad hacia los que vengan detrás y nos sucedan. Uno de ellos berrea en casa y no me suelta la mano para que pueda irme a votar. Lo llevaré conmigo la próxima vez. Se fijará en las cabinas.