Tercer día de invierno. Debe haber cosas mucho peores en el mundo que sentarse a escribir el tercer día de invierno y que te entre por la ventana la extemporánea tibieza de un sol que no es de invierno. En el patio los gorriones pían como a principios del verano, cuando se disputan los nísperos y las hembras jóvenes. Nada hace pensar que este sea, como en el célebre poema de Vallejo, «un jueves de invierno», pero el metódico calendario insiste en señalar que esta noche es Nochebuena y mañana Navidad.

Voy, igual que Miguel Hernández, «de mi corazón a mis asuntos». Se notan más las ausencias estos días. Ese es el único frío que percibo, y lo malo es que es inevitable. Quizás porque me recuerda siempre al dolor no me gusta el frío, su habilidad para la puñalada a traición, para acobardarnos. No me gusta el frío porque es rudo, porque tiene aires de dictador, porque se impone y domina nuestras vidas y nos hace andar por las calles y por nuestros recuerdos encorvados, como quien tiene miedo de algo terrible pero impreciso. No me gusta el frío porque, como la tristeza, cuando se te mete en el cuerpo te invade una terrible sensación de desamparo que te hace sentir frágil y desvalido.

De modo que estoy muy contento con este sol de Nochebuena, pero no todo el mundo opina igual. Ahora que estamos teniendo de verdad en Málaga el tiempo del que habíamos presumido toda la vida parece que empieza a preocuparnos. Los expertos en vaticinios funestos alertan de que esto es el cambio climático y anuncian que todo empeorará. A mí, si sigue templándose el tiempo, si cuando salgo de madrugada hacia la caldera sigue estando el termómetro a catorce grados y se oye el canto de los mirlos no me van a dar un disgusto demasiado grave, he de confesarlo. Soy muy meridional y sé que puedo acostumbrarme a este estado de cosas, al jazmín antes que a la nieve.

Es posible que yo sea un inconsciente incapaz de ver el peligro. Pero a mí que el fin del mundo sea una larga primavera no me parece un final tan malo, puestos a admitir que debe haber un final. En todo caso, habría que buscar un pacto con la primavera, ahora que está de moda eso de pactar. Que nos dejase floridas las buganvillas, que tanto bien hacen en las tapias y en algunos versos, y que de vez en cuando tomase prestado un día de otoño para llovernos un poco, solo un poco, lo suficiente para subsistir y tener un rato dulce de melancolía.