Una tía muy mayor y enferma de vejez me dice cuando le pregunto: tengo hambre y sed de justicia. Y eso mismo es lo que nos está diciendo nuestro planeta enfermo de cambio climático. Por eso me pregunto cómo sería un país con hambre y sed de justicia. Sería un país que no deja atrás a los más débiles y viejos sino que se adapta a su paso a ellos para evitar que queden descolgados. Sería un país que no corta el agua y la luz y no desahucia de sus viviendas a quienes no pueden hacer frente a los pagos por falta de recursos económicos. Sería un país que firma un contrato ambiental, con todos los vivos y entre generaciones, que tiene en cuenta las expectativas y las posibilidades que se entregan a las generaciones futuras. Sería un país de fraternidad, de cooperación y ayuda mutua, consciente de la comunidad planetaria existente.

Tras el cambio climático la justicia ya no es social sólo, también tiene que ser ambiental: derecho a un medio ambiente limpio, sano y seguro. Sin justicia ambiental no puede haber justicia social, pues las desigualdades sociales tienen su origen en el desigual acceso a los recursos y servicios ambientales. La ausencia de justicia ambiental nos ha hecho observadores pasivos e impasibles de lo que ocurre en el entorno y a otros seres humanos y no humanos, atrapándonos en la disputa por la riqueza. Esta pugna ha impedido que nos asomáramos al saqueo ambiental que esconde la actividad económica, consumado con impunidad al amparo del derecho estatal pero en abierta contradicción con las leyes de la biosfera. Las generaciones futuras no han existido. Hemos vivido como si el planeta no tuviera límites. Nadie ha querido verlos, nadie ha querido imaginarlos. Es como dibujar con agua sobre un cristal, porque a nadie le interesa conocer la historia de las huellas de nuestro paso por la tierra, mucho menos la huella ambiental.

Anhelo que vuelva el frío del invierno. Sentir su sensación en el rostro. Añoro usar mi abrigo, mis jerseys y mi bufanda, arrinconados hoy en mi armario desde hace años. Anhelo que las estaciones vuelvan a ser cuatro, no tres como ahora, que el otoño vuelva como el hijo pródigo y el olor a castaña asada sea testigo de su visita.

Es momento de cambio climático, es momento por tanto de cambiar el estado de cosas tanto en las cabezas de los ciudadanos como en las de las más altas instancias de decisión, porque nosotros, nuestros niños y nuestros nietos querrán vivir después del cambio climático, no morir en el cambio climático. Es momento de adoptar estilos de vida y pautas de consumo y producción sostenibles. Es momento de ser y de sentir que somos. Es momento de dejar atrás la pobreza: niños malnutridos, seres humanos que mueren por falta de alimentos, seres humanos que no pueden acceder al agua potable, personas que no tienen acceso a los servicios de salud, a los medicamentos o suministros esenciales. Es momento de adoptar un enfoque a nuestra relación con la naturaleza que no perjudique las posibilidades de las generaciones futuras, que no les imponga un daño ecológico. Es momento de no negar el pan y la sal. Es momento de un mundo con un nuevo derecho a la vida, con un nuevo sentido de la responsabilidad. Ahí les dejo esta reflexión, la última de este año. Les deseo un feliz y próspero Año Nuevo. Hasta el próximo miércoles.