El miedo es un pájaro negro que nos ha hecho cautivos de su silencio. No canta. No vuela. Sólo anida hacia dentro y todo lo desdibuja en tristeza áspera. Los árboles, los tejados, cualquier paisaje en sombras. Igual que la soledad dependiente de los más frágiles, la hiperbólica imaginación de la infancia, la insubordinación de la cultura y la ética de las personas. Muy necesarias todas para construir libertades y alimentar su crecimiento. Tanto la cultura que combate dogmatismos y explora la vida con nuevos lenguajes como la ética que distingue el trabajo del esclavismo y dignifica la entrega en cualquier empleo. Las dos fueron importantes pilares del estado del bienestar que en sus inicios -porque sólo fue eso, el comienzo de un sueño y nunca una consolidación social, no nos dejemos engañar más- fue derribado por la codicia económica de los que jamás se manchan las manos con la verdadera materia de la que está hecha la vida. El dolor, el sufrimiento, el esfuerzo, las pérdidas, el sudor, las renuncias, las derrotas. Y también las pequeñas alegrías, las humildes victorias, los efímeros oasis en los que reponer fuerzas, el arte de zurcir los sueños y restañar las heridas. Las condenas que los hombres han convertido en proezas a lo largo de la Historia con la ética y la cultura como armas de defensa y de progreso. Un logro lento, costoso y duro que siempre ha sido peligroso para los dioses que prefieren mover a los hombres como peones en el tablero de sus ambiciones, de sus lujurias y mezquindades. Da lo mismo que se etiqueten de áureos personajes mitológicos que de príncipes de los mercados, de gestores empresariales o de voces dirigentes de la religión, la política o de cualquier clase de verdugos. El poder despierta la soberbia, la arrogancia, el sectarismo. Produce embriaguez y da la espalda a los consensos morales. Al poder no le interesa el significado de las palabras. Su función de llave para el diálogo y el acuerdo. Tan sólo es la bolita del viejo juego de los trileros. La promesa que se muestra, que se esconde, que se burla. La esencia del poder es el ejercicio de su autoridad, la imposición de su derecho y la certeza de su acatamiento. Sea cual sea su razón o su desatino.

No hay día en el que un amigo o algún que otro conocido no se sincere acerca del silencio del miedo que se vive en sus hábitats laborales. Horarios y decisiones abusivas, acosos de diferente índole, a veces sutiles, en ocasiones más directos, amenazas, comportamientos injustificables y despidos arbitrarios. El desprecio hacia el trabajo, la cualificación profesional o a las propuestas de los empleados. Muy pocos están a salvo de ser utilizados como peones al antojo de los intereses y las fobias del jefe. A unos cuántos de ellos los conozco en sociedad y los he visto presumir de progresistas, de humildes, y en ocasiones hasta de luchadores contra las injusticias que ellos mismos padecen. A pesar de saber que en su intimidad laboral son en plata auténticos hijos de puta, los he visto ejercer en público como auténticos seductores ganándose aplausos y el ejemplo a exigir. Hasta el punto de que a la mayoría les cuesta aceptar el verdadero caciquismo de su yo. No defino como arte su habilidad para ese enmascaramiento pero sí que reconozco su inteligencia para la manipulación. Un éxito que siempre me recuerda una frase de Harper, investigador privado, inmortalizado en descreída elegancia azul por Paul Newman: «el fondo está sembrado de buenas personas, sólo el aceite y los bastardos ascienden».

Hay frases, aunque sean de ficción, que suenan como un disparo al centro del estómago. Un fogonazo que de repente ilumina la lucidez. Quizá ésta explique perfectamente el renacido auge del género en un presente con ricas tramas de negocios sucios, corrupción, mafias, delatores, delincuentes de cuello blanco, contrabandistas de información, ejecutores a sueldo y víctimas de toda índole, con el anonimato de la identidad bocabajo, en alguno de los muchos callejones de atrás que ha vuelto a tener ese país. La vida se ha convertido en una novela negra donde esgrimir una palabra en la mano es un desacato a la ley por el que se paga un costoso precio. Hacerlo es jugársela, quedarse solo en medio del sombrío panorama en el que no existen detectives en busca de justicia, aunque al final nadie le pague su labor y su coraje, y únicamente les quede seguir sobreviviendo entre una balada de humo y la noche en vaso corto.

Nunca dejaremos de ser insignificantes Sísifos, montaña arriba, montaña abajo, mientras seamos incapaces de reclamar lo que nos ganamos con esfuerzo. Sin miedo a que tener conciencia nos obligue a callarnos. Cuánto más dejemos que el silencio del miedo se adentre en nosotros más difícil será encontrar una salida de la frustración, del vacío, de la humillación de que nos arrinconen como escombros del poder y lastre de la economía. Decir lo que pensamos con criterio es un acto de honestidad. Es necesario prestigiar el valor de la palabra, exigir que cada una no tenga dentro otra que la traicione, que la niegue o la manipule. Que la palabra dada no sea el pájaro inaprensible de una promesa sino la cosecha de un compromiso. Casi todos echamos en falta el respeto a la palabra. En la vida donde a diario se incumple, se matiza al dente o se desprestigia desde el poder de su usufructo. Y más aún en el incierto presente político en el que un hombre se juega sus sueños al ajedrez. El tiempo es su adversario en un tablero donde un alfil y un caballo aspiran a encabezar el jaque a un rey enrocado en el silencio de su torre. Una partida difícil en un momento complejo en el que el desmoronamiento ideológico, la demagogia, la esperanza de una metamorfosis, la desorientación y la desesperanza hacen que sintamos el vértigo -como dice Daniel Innerarity- entre el ya no más, el todavía no y una transición transversal hacia la izquierda y el humanismo social.

El miedo provoca que no existan actos generosos. La falta de palabra produce un descenso de las ideas y el descrédito de quienes la incumplen. Sin palabra y con miedo no hay confianza en el progreso. Ayer la cultura dejó de ser un espectador pasivo y puso en pie su talento y su voz. Hoy, mañana, pasado también, debemos hacer nuestro su gesto y su demanda. Exigir a los políticos que el diálogo no sea un ajedrez. Que la palabra sea el puente que facilite la negociación moral para acordar un gobierno sin miedo a no ser sumiso ni aliado del poder financiero. Con la responsabilidad de que no seamos nuevamente víctimas de los 8.700 millones de euros con los que Bruselas nos condena y experimenta. Es el tiempo de que Sísifo tome la palabra para construir un horizonte en el que reconocernos.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista www.guillermobusutil.com