En mi infancia los niños de mi generación jugábamos en la calle a la comba, a tirarnos piedras, a quitar papeles de las aceras o a acompañar a señoras ancianas para que no tropezaran.

Les parecerá muy extraño que nuestras madres consintieran tal dislate, pero no lo era, porque, en aquel diminuto territorio español de Ifni -situado en África Occidental- circulaba sólo un vehículo particular: la camionetilla del Maestro Pedro.

Cuando el buen hombre la ponía en marcha nos enterábamos todos y el ruido era tan tremendo que nos avisaba del peligro como si fuera el pregonero municipal. Perseguir a aquel trasto chillón era deporte favorito de todos los niños. Afortunadamente para nosotros, no existía discriminación alguna entre razas ni colores, todos íbamos al mismo colegio y después al mismo instituto. No se nos pasaba por la cabeza que pudieran existir diferencias en otros lugares por ser rubio, tostado o negro.

Algunas veces, los niños de un barrio nos declarábamos la guerra contra los de otro, nos apedreábamos, si venía a cuento, pero nunca recuerdo una separación por colores de piel o por la jerarquía social de nuestros padres. La verdad es que nos apreciábamos mucho. A veces pienso que los niños, que aún carecen de egoísmo y avaricia, deberían gobernar el mundo. Por intentarlo€.

En estos momentos que escribo está empezando a llover. Las vecinas murmuran que «ya nos hacía mucha falta esta agüita que el Señor nos manda» y yo pienso que con todo lo que ocurre en nuestro desgraciado globo terráqueo pidamos milagros a quien tanta tarea tiene. Y luego, me dicen que soy una descreída. Bueno, hasta más ver.