Cuentan las leyendas apócrifas que en casa de Adolfo Suárez no existían espejos porque, de haberlos, sufriría una erección continua dado el alto nivel de autoestima y amor propio que destilaba el líder de la extinta UCD, un perenne priapismo presidencial. Estos días hemos visto a Albert Rivera cometer la torpeza de desempolvar una y otra vez la figura de Suárez, un político de talla inconmensurable al que la democracia le debe mucho, aunque fruto de su equidistancia acabó siendo devorado por los mismos lobos que alimentó desde cachorros. Y digo que es un error porque Rivera parece olvidar que España es un país de filias y fobias, gustos o ascos, y quedarse en tierra de nadie evocando el recuerdo de Suárez como cuando el Bernabéu clama a los cielos invocando el espíritu de Juanito no va a hacer que se gane el partido ni la investidura, illa illa illa Juanito maravilla.

Con tiempo y altas dosis de distracción hemos pasado página y borrado de la memoria que Albert Rivera se presentó en pelotas en su primer cartel electoral. Toda una declaración de intenciones, una acertada campaña de marketing para situar su anaranjado proyecto en el mapa, pero también fue una provocación de discutible aceptación que bien pudo quedar a la altura del niño de Bescansa o el beso de Iglesias. Por lo menos el representante de Ciudadanos tuvo la delicadeza, para pena de cuarentonas, de cubrirse el miembro viril con las manos, las mismas manos con las que ahora firma pactos inútiles mientras estrecha las de sus votantes. Con esto quiero decir que está muy bien aplicar la mesura y el entendimiento, pero ser un insípido en tiempos huérfanos de valentía no beneficia a nadie, y menos a nosotros.

Los primeros intentos de investidura estuvieron bien como vodevil en dos actos, hacía años que no disfrutaba tanto en una sesión parlamentaria. No me negarán ustedes que no fue divertido ver a Íñigo Errejón como el esclavo situado un paso detrás del recién coronado César de Roma susurrando al oído de Pablo Iglesias aquello de «recuerda que eres mortal». No me dirán que no fue bochornoso escuchar hablar de cal viva, Toros de Guisando, lingotes de oro, jaques mates, Millán Astray, síndrome de Adán, Borgia, Churchill, Carrillo o Donald Trump.

Como payasada fue un espectáculo no apto para todos los públicos, otra triste muestra de la incapacidad de nuestros líderes y la mayor falta de respeto a lo que es y debe ser la casa de todos, porque abusando de la burda ineficacia de Patxi López lo animado dio paso a lo procaz convirtiendo el hemiciclo en un concurso de dislates.

De verdad se lo digo, por momentos creí que Pablo Iglesias se transmutaría en la peor versión del inmundo Juan García Oliver, ese rey de la pistola obrera de los discursos incendiarios ante la CNT del 31, en cambio Rivera tuvo el mérito innegable de poner la cordura como ese amigo gris y simplón al que todo le parece bien. Desde la seguridad y la placidez de quien nada pierde ejerció por dos veces de Pepito Grillo parlamentario, pero nunca se supo de un político desapasionado que hiciera algo digno de ser recordado. Querer acertar siempre en el epicentro es lo que tiene, que sirve para pasar a la historia como el Guillermo Tell de la retórica, el mustio de la fiesta, pero poco más.

Para ser un alto dignatario hace falta compromiso, definirse, respetar el pasado y apuntalar el futuro, defender a tus votantes, tener palabra, formación y equipo. En definitiva, y por iluso que suene, se trata de dignificar el Congreso como lo que es, el lugar donde reside la soberanía y al que todos miramos pidiendo soluciones, porque los españoles, que en general estamos muy por encima de quienes nos representan, abominamos del insulto, la farsa, la vendetta personal y del lucimiento propio.

Desenterrar políticos muertos y repetir eslóganes de mercadillo no es la solución que merecemos.

P.D.- A Gabriel Rufián, de Esquerra Republicana: no mancilles el nombre de Granada, lávate la boca para hablar de Andalucía, y ten muy presente que la única razón de tu existencia es que tiene que haber de todo en este mundo.