Una esquina céntrica. Un lugar de paso. Una espacio luminoso, agradable. El sitio ideal, diría uno, para abrir un negocio y que éste tenga éxito. Casi da igual de lo que sea porque es un barrio con muchos habitantes y con bastantes turistas. Cuando uno llegó era una panadería. Panes crujientes, olorosos, sabrosos. Bollería clásica (sobre todo unas ensaimadas que se deshacían en la boca). Brazos de gitano, buñuelos, palos de nata, yemas, roscones. Qué raro que al cabo de un par de años cerrara sin mayores explicaciones. Quizás una defunción o un cambio de domicilio.

A la panadería la sustituye, después de un par de meses de reformas, una zapatería. Escaparate con buen gusto. Modelos casi todos pensados para fiestas o celebraciones. Pedrería, lazos sedosos, tacones de vértigo, punteras de fantasía. Precios un poco altos, pero ya se sabe que al lujo le sienta bien las crisis. Nada: resiste un año y baja la persiana metálica para siempre.

En esa esquina, que queda huérfana casi medio año, acaba instalándose una sucursal de una gran editorial de venta por correo. Enciclopedias, libros de gran tamaño ilustrados por artistas reconocidos, colecciones de best sellers, películas. Mucho dinero detrás, así que tiene todas las papeletas para resistir mejor que las otras dos tiendas. Pero tampoco. Antes de que transcurran veinte meses se van dejando las estanterías dentro como fantasmas tristes. De hecho, esa es la versión que acaba dándose por buena entre los vecinos: que en ese local hay un espíritu frenético, encorajinado, feroz, es decir, un fantasma iracundo que se manifiesta a puerta cerrada destrozando sillas o cambiando de sitio los productos y aullando en sordina sus desgracias centenarias.

Leyendas urbanas, ¿verdad? Sí, seguro, porque al poco tiempo abre una pequeña hamburguesería regentada por gente joven y poco dada a dejarse impresionar por relatos góticos contemporáneos. Carne ecológica, pan de gourmet, salsas caseras, recetas de los cinco continentes, cervezas artesanales. Al principio las colas llegaban a la calle. Luego, centímetro a centímetro, va acortándose hasta dejarla vacía, hueca de sí misma, aislada en medio del tráfago de los bares de alrededor.

A continuación abren y cierran una tienda de moda y otra de regalos típicos, una óptica y una peluquería canina. Todas fracasan con estrépito. Ocho en doce años, que es el tiempo que uno lleva fijándose en esa esquina cercana a su casa. Un agujero negro. Un espacio maldito. Malas vibraciones. El rumor. Una maldición. Una estantigua vengativa. ¿Qué será lo que mantiene esa esquina al margen de los flujos positivos que hace que triunfen los negocios contiguos mientras en ella, sea lo que sea lo que se inaugure, se estrelle la buena voluntad, la inteligencia práctica, el capital invertido, la calidad de los productos y la simpatía de sus sucesivos regentes?

Esta semana uno ha sido testigo de cómo varios pintores y carpinteros se están afanando en remodelar por enésima vez las paredes y los suelos de ese local. También trabajan electricistas, albañiles, aparejadores. Un jaleo de brochas, cables, lijas, destornilladores, martillos, cubetas, lijadoras, cintas métricas, bombillas, cajas, planos llenos de polvo: dados los antecedentes, más parecen los materiales para una conjura demoníaca, para meter en cintura a ese supuesto ser de las tinieblas que se entromete en la vida de la gente, que los instrumentos necesarios para una obra. Uno se ha enterado, por cierto, que esa esquina vuelve a sus orígenes: una panadería. Veremos en qué queda todo. Y si tienen ensaimadas tan deliciosas como las de la que la antecedió hace una década.