Y de repente, Rajoy. Acorazado, desafiante, bajo un fondo de lluvia, fiel a su eucaristía de las dos dimensiones. Después de meses en la recámara, el PP descongela a su eterno interino y lo sienta a dar un discurso en directo. Un poco porque toca, pero también por curiosidad: le ha ido tan bien a Rajoy sin dejarse ver que la duda es saber ahora qué efecto tendrá su aparición en las encuestas. Nunca antes un presidente se había conformado con menos; el éxito, como el baile del Bartleby, está en la inacción y en esto el líder del PP es un auténtico maestro. La exposición es el desgaste y Rajoy le ha cogido el truco a no pisar el felpudo ni siquiera por SMS. Y lo peor es que, según dicen los sondeos, le funciona. En mitad de la mayor crisis económica de las últimas décadas, con el país en descomposición y la corrupción estercolando toda la estructura interna de su partido, al presidente le vale con no comparecer y, de vez en cuando, hablar de fútbol por la tele. De todos los líderes con opciones de formar gobierno, aunque fuese un gobierno relativo, que es el que en estos tiempo se lleva en España, Rajoy ha sido el único que se ha limitado a la contemplación y al viejo vicio Sioux de evitar a toda costa salir en la foto. Rajoy entra en sus votantes como el género chico, arrastrando su complejo beatífico de Ozores y su sonrisa pastueña, como si el asunto no fuera con él, que al fin y al cabo es hombre y gallego. La estrategia, para este segundo round, no parece que vaya a mudar gran cosa; el presidente seguirá a lo suyo, cantando los goles del Madrid y evitando el enfrentamiento directo con todos salvo con ese valle de espinas que a veces se interpone entre el uso de la lengua y su pensamiento. «Las elecciones cansan», sostiene. Y uno no acaba de entender por qué lo hace, qué oscuros presentimientos le llevan a volver a intentarlo en lugar de dedicarse a lo que realmente le apetece, que es fumarse un puro con los amigos y dejar en manos de Juncker los asuntos de Estado. El PP necesita una revolución, pero, de momento, los sondeos indican que es una virtud lo que a todas luces y en cualquier democracia civilizada resonaría como un problema; todo está tan enfangado que quedar petrificado al atardecer, como un gato de áncora, da para mirar al respetable y ganar más de siete millones de votos. Que hagan dípticos con la foto de Hernández Mancha. Total, así se las gasta la España serena, de tan muda e indolente.