Hablaban de política. Me gustó. Me imaginé que España era ya una Holanda latina, aquello que algunos creíamos en los 80 que seríamos hoy. Que cualquiera, arquitecto o fontanero, podría leer a Faulkner o Muñoz Molina e ir al teatro y no ver Sálvame de manera habitual, sin que su condición económica ni su titulación determinaran sus inquietudes culturales ni sus aficiones. Pero hemos llegado a hoy y tan sólo están más cerca las terceras elecciones en un año.

Había parado el coche en un bar de Aguadulce, un pueblito de la provincia de Sevilla, y pedí un café para luego seguir ruta hasta Málaga. En ese rincón rural la camarera le recordaba al otro mesero, que parecía el jefe, lo que estudió en la Universidad sobre la ley orgánica de régimen electoral del 1985 y cómo era el reparto de escaños según el método D´Hont. Me incorporé a la conversación sin pensármelo dos veces. Como en tantas ocasiones, allí estábamos tres personas «arreglando» el mundo. Alguien que entró mientras hablábamos vino a comprar aceite de la última molienda de la cooperativa del pueblo. Yo pedí un vaso de agua cuando me terminé el café. El camarero jefe había dicho que él jamás había cambiado su voto, en respuesta a la afirmación de la muchacha de que la fidelidad absoluta en la tendencia de voto ha dado carta blanca a los partidos tradicionales para haberse instalado en la corrupción, entre otras cosas. Quien compró el aceite dio las gracias y recordó que él tampoco era un «chaquetero» y que, aunque comprendía que los suyos debían regenerarse, él no concebía votar a otros. «Agua y aceite», dije en voz alta, lo que retrasó la salida del último cliente, quien continuó explicándose.

Las cuatro personas que allí compartíamos, quizá por primera y última vez, unos minutos de nuestras vidas, parecimos estar de acuerdo por un momento en una cosa, en el desagrado de ir a votar nuevamente una tercera vez, fuese en diciembre o cuando fuese. Yo les confesé, como ya publiqué en el lugar que ocupa esta humilde columna, que si las hubiese yo ya no iré.

Vi ayer el debate de Investidura completo, las once horas aproximadamente que duró. Observé, no sólo escuché, a cada uno de los participantes. Sólo el gesto (mejor o peor ofrecido por la señal televisiva y las decisiones de realización) puede ofrecernos un poco más de verdad en el ejercicio teatral de cada comparecencia. En las réplicas y los planos de escucha están las pistas sobre qué piensan realmente sus «disciplinadas» señorías, lleven traje o camisa remangada. Celebré la democracia, a pesar de todo y de algunos. Valoré una vez más el esfuerzo de cumplir con los tiempos y los turnos, de discutir con educación y no liarse a tortas entre quienes incluso parecen odiarse. Me divirtió mucho el coqueteo humorístico entre Iglesias y Rajoy (que volvió a demostrar que se crece como parlamentario). Intenté empatizar con los nacionalistas, aunque yo no lo soy; hasta con la representante de Bildu, a quien agradezco su apellido para ejercitar mi dicción: Beitialarrangoitia. Pero sobre todo agradezco a Rivera, a quien critiqué esta última campaña, su empeño en hacer una sopa con aceite y agua cuando es necesario alimentar la democracia.