No nos engañemos. España, incluso bajo la mirada procaz de la mirilla, ha sido siempre una tierra de pocos, y, en general, pobres consensos. Aquí no se habla, se chilla. Y en lo que se dice, más que la idea, viaja abrasada el alma. Si Hegel hubiera sido afecto a la tapa de tortilla y las barras de aluminio seguramente habría salido más polifónico, menos dialéctico, espectacular y crudo como un Batjin. Estar en el mundo, desde Cornellá al Estrecho, es estar en el griterío, en el desconcierto. Y aquí quien gana es el que editorializa más fuerte, el bronco, el faltón. Los políticos son un reflejo del bar y los tertulianos un reflejo de los políticos, lo que explica que los truismos, las perogrulladas sean en este país tan difíciles de asimilar. A pesar, incluso, de la moda del cuñadismo, que es la querencia por lo obvio y, desgraciadamente, acaso lo más parecido que tenemos en estos días al espíritu de la nación. En cualquier otra esquina del globo, que diría el gran Horacio Eichelbaum, hubieran bastado la mitad de las pruebas periciales para llegar a una sórdida, por impracticada, conclusión: que Rajoy no está capacitado para gobernar. Sólo el fanatismo, el partidismo visceral y trasnochado hace que en esa superestructura de la democracia que son los medios televisivos se defienda a estas alturas su gestión. Y no tanto por la acción de Gobierno, que se entiende colectiva, como por la indolencia con la que maneja un partido, el PP, que por muchos y vergonzosos ERE que salgan a la luz pública, tendrá que trabajar y renovarse mucho para no pasar a la historia como una de las organizaciones más oscuras y atrabiliarias del país. Dice el presidente que no tiene autoridad para obligar a Rita a dejar su cargo, que la competencia es de los jueces. Como si la responsabilidad de la organización en los últimos años hubiera correspondido al papa de Roma o al entrenador del Real Madrid. La lentitud de la reacción frente a acontecimientos tan escabrosos como la corrupción de Valencia no es nueva, pero tampoco el hecho de que la indiferencia, el pasotismo, llegue a ser, incluso, más enervante que el pecado en cuestión. A Moragas y a Arriola, cuando se retiren, habría que darles las cátedra honoraria ex aequo de Tai Chi. Nadie como ellos para hacer del estatismo y de la postura de la flor de loto una estrategia todoterreno para la política nacional. El presidente es como El mar de las Sirtes, aquella formidable novela de Julien Gracq en que todo un pueblo se prepara para una guerra que en realidad no existe, sólo que aquí la batalla es verdadera. Y lo que no está, ni se le espera, es al jefe del cuartel. Ahora es el momento, lo dice la historia, para que pase por la calle un Leovigildo cualquiera y se haga con el imperio del PP. El coño de la Bernarda sabe a poco y exquisito como metáfora. Lo de Rajoy es otra cosa, una supervivencia bizarra, cuyo éxito sólo se explica en las deficiencias democráticas de España, en su aletargada inmadurez. Uno imagina a Obama escondiéndose tras un plasma, demorando su encuentro con los medios frente a un episodio de corrupción y le sobran dedos de la mano para contar las horas en las que sería forzado a dimitir. En este país, en cambio, vale todo. Incluido, Rajoy. Y son ya incontables repliegues, entusiastas elogios a compañeros cuestionados por la justicia, los que revelan su atonía, su profunda inanidad a la hora de tomar la más mínima decisión. Rajoy, el presidente Bartleby, el funcionario que pasaba por allí. Se amotinan en voz baja los cachorros. Si el PP no fuera un partido disciplinado, brahmánico y de club, ya le habrían montado una carnicería. Ni Del Bosque tardó tanto en darse cuenta de que su fracaso ya pasó.