Ahora que somos más duchos e infelices, que estamos hundidos en lo del antropoceno, se dice que viene la revolución y la nueva política y, fíjense por donde, que lo que aparece es Susana Díaz. El socialismo, como la URSS, morirá por implosión, dejando en un lado cadáveres de viejos progres despanzurrados y en el otro a un montón de votantes que no saben ya muy bien dónde acudir, divididos entre el recelo a Pablo Iglesias y las ganas de pedirle a Sánchez que se haga el harakiri y pacte hasta con su madre, aunque sólo sea por joder un rato. La nueva generación de políticos que desde hace años pace por los organigramas provinciales y por los ayuntamientos del PSOE ha llevado tan lejos la cultura de la desconexión que ya no se les puede siquiera reprochar que no hayan conocido más que de oídas cómo funciona eso del mercado de trabajo; por no conocer, y más en el sur, ignoran siquiera a su propio electorado. Y empiezan a hacer ruido con lo de dejar gobernar a Rajoy, como si fuera un mandato llegado por epifanía del corazón mismo del pueblo o de las bases. Da igual lo que digan las encuestas. En esto, la realidad se impone. Si alguien descubre a un votante socialista sin cargo que defienda la abstención debería llamar a National Geographic. Y, de paso, acercarse a lo de San Telmo a darle a la presidenta, mujer, en teoría, versada en pactos, una lección de matemáticas: si Pedro Sánchez se decidiera a intentar formar gobierno no estaría asistido únicamente por los 85 diputados que logró su partido en el último asalto a las generales, sino por la suma de los votos de los candidatos con los que acertara a llegar a un acuerdo, que, es tan legítima y soberana, como una mayoría obtenida por la vía simple, con una sola fuerza. Y más cuando el ganador de los comicios, el PP, no tiene aliento ni capacidad de cesión suficiente como para ir más allá de un consenso endeble con su aliado natural -después de dos conatos de investidura y viendo el veto inconmovible de Ciudadanos hacia Podemos las cosas están muy claras-. Si Susana Díaz pretende programar en tiempo y en forma su glorioso advenimiento a la dirección nacional del PSOE tendría que anotarse en las notas al pie de su estrategia un par de consideraciones: que España no es un plató de sobremesa de Canal Sur y que el populismo rancio de tópico y tronío no tiene asidero más allá de la frontera amiga de Triana. La presidenta, y la exhortación a Sánchez no es más que un nuevo ejemplo en ese sentido, se conduce como si hablasen por ella varias mayorías absolutas y el camarín de las esencias de lo andaluz y de Andalucía. Nada más lejos de la realidad: la comunidad, por fortuna, es mucho más diversa que esa colección de lugares comunes que se sintetizan en el discurso de Susana Díaz, que, por otra parte, no deja de ser más que el exceso de todo lo que ha pecado el PSOE por estos lares: confundir la debilidad con el orgullo y hacer bandera y trapo justamente con lo que se debería erradicar; las deficiencias del sistema educativo, el poco interés por la lectura, la charanga y la terquedad en la defensa preventiva de las tradiciones. La Andalucía, en suma, de la tierra, la azada y el capirote, donde algunos se siguen jactando en pleno siglo XXI, del mérito, al parecer, político y eterno, de que la gente coma. Que un político con tantas y obvias limitaciones maneje los hilos del PSOE es la prueba manifiesta de la decadencia en la que parece instalado el partido, de su degradación y pésima gestión interna. El socialismo español ha devenido en un doctorado de pasillo, en una sublimación iletrada. Tanto que con la morgue cada vez más extensa de aburridos, críticos y expulsados se podría hacer otro país. O, incluso, otro Suresnes.