Ayer amaneció el país pendiente del nuevo Consejo de Ministros y yo, que siempre ando despistado con otras cosas, mirando cómo en Marbella amanecía un mar rosado y terso, un mar que no parece de este mundo y que acaso no lo sea y ni siquiera haga falta que lo sea. Desde que cambiaron la hora (malhaya al inventor de este fino tormento y a su descendencia) voy con mis frágiles biorritmos muy trastocados, descompasados, rotos. El reloj, enemigo eterno, va por su lado y yo por el mío, y me da mucha congoja parecerme en eso a Rajoy, que siempre tiene otro compás, habitualmente más lento y más irritante que el del común de los mortales. Él sí que se rige por la hora de Canarias, me temo, y tal vez por eso no hace nada por arreglar de una puñetera vez este sindios.

Pero a lo que iba. Nunca he sido un entusiasta de los amaneceres, pero el alba suele alcanzarme desvelado y a veces lo aprovecho. Ayer, sin ir más lejos, mientras se roseaba el mar que tengo ante mi ventana la radio hablaba de la presunta especulación inmobiliaria de un senador de Podemos. Qué hastío de país, todos igual y por todos lados, si bien hemos de reconocer que lo del especulador es como lo del seleccionador nacional, cada cual lleva uno dentro. Basta que un españolito se compre un piso para que a los tres meses ya ande presumiendo de cuánto le podría ganar si lo vendiera. Nos fascinan las variaciones de los precios, su tendencia al alza, su ingrávida manera de ser, esa forma virtual de hacernos ricos. Nos pasa a todos, para qué vamos a engañarnos, lo que sucede es que no todos somos senadores de un partido que se pasa la vida quejándose por estas cosas. Especular, ahora que caigo, viene de espejo, y será por eso que nos vemos tan reflejados en esta práctica que enriquece sin producir. Porque esa es otra de nuestras claves. Nos gusta ganar dinero lo más rápido posible y sin que en ello intervenga nadie más. Nos parece mucho más interesante comprar tres apartamentos y esperar a que suba el precio que invertir la misma cantidad en una empresa, empeñar nuestra vida hasta hacerla rentable y que nuestros tataranietos, doscientos años después, sigan viviendo de ella, orgullosos de su legado.

Yo, como decía al principio, siempre estoy muy despistado. Por eso en vez de especular con la vivienda o con a quienes llamaré para el Consejo de Ministros, he dedicado mi vida a juntar palabras y a mirar cómo el mar es de color rosado cuando aún la mañana no es más que una aventura. Y eso es lo más sólido que dejaré detrás de mí, la intuición de la belleza, que es una de las formas de la nada.