Decía Goethe que la Ley es poderosa, pero más poderosa es la necesidad. Y si la necesidad, añado yo, rubrica alianzas con el ingenio y el pillaje, oh Dios mío, que no nos coja de frente. Y menos aquí en España, que de eso sabemos un rato. Que sí, que no somos sólo nosotros, que en todas partes cuecen habas. Pero hay que reconocer que aunque el saqueo de guante blanco, o manopla deshilachada, no sea patrimonio privativo de nuestra gran nación aquí también se estila bastante. Y les cuento. Hace unos días leí que en Marbella, todo presuntamente, detuvieron a un inquilino que prendió fuego a su vivienda porque el casero le amenazaba con ponerlo en la calle por impago de las rentas pendientes. No se confundan, soy muy sensible con el tema del desahucio. Lo manejo todos los días. Precisamente por eso sé que no es lo mismo Sean Connery que Roger Moore, aunque nos quieran hacer creer que sí. Pero es que aquí, en este caso particular, pareciera asomar una vez más lo cainita, la España de Machado y lo de «por verte tuerto me salto yo los dos ojos». Y sí, aquí nos vemos y nos encontramos. Entre esa amplia gama de individuos que abarca desde aquellos que roban las toallas de las habitaciones de los hoteles hasta los que dan candela con gasolina al piso del que van a ser desahuciados por impago de renta. Cómo estará la cosa que, en relación a los alquileres de vivienda, las compañías de seguros ofrecen ya coberturas respecto de las rentas vencidas, desperfectos por vandalismo y asesoría jurídica de cara al futuro desahucio. Pero esto no es nada. Agárrense, que viene lo mejor. ¿O acaso no alcanzaría la trama un grado de sublimidad incomparable si alguien hiciera del pillaje arrendaticio su profesión? Que sí, que está pasando. Que lo veo cada día entre bambalinas. Que al final, se lo digo yo, resulta más fácil divorciar que desahuciar. Así que, si ustedes no tienen oficio ni beneficio, atentos. Aprendan. El asunto de moda comienza con el alquiler de un piso y una buena dosis de falta de escrúpulos. Y jeta. Mucha jeta. Pero vaya, partamos, de momento, del alquiler. El prenda, el potencial inquilino, llega con buena pinta, no vayan a sospechar de él de primeras. Que los caseros andan con pies de plomo. Ni que decir tiene que el dinero de la fianza y la primera mensualidad va por delante. Constante y sonante, que se vea. Aparentando solvencia. Y es entonces, bajo esta apariencia de bona fides, cuando se firma el contrato, se entregan las llaves y empieza Cristo a padecer. En ese momento, el artista se reviste con todas las garantías que, como inquilino, le otorga el ordenamiento jurídico. Porque claro, lógico y normal, no estamos en la Edad Media. Aquí no se puede echar a nadie de un piso a patadas. Pero el que hizo la ley hizo la trampa. Y el que usa, también abusa. En este contrato todo irá bien hasta que llegue el primer aviso del casero por impago de mensualidad. Y después otro, y otro más. Pero nada, ni un duro. Perdón, euro. Es entonces cuando el casero amenazará con el procedimiento judicial de desahucio y reclamación de las rentas vencidas. Y el inquilino, desde su atalaya, dirá que no se va de allí, que está muy a gusto y que no entrega las llaves. Y entonces, el casero, posiblemente, queriendo recuperar el piso a toda costa, le ofrecerá a regañadientes la condonación de la deuda a cambio de que se vaya. Pero claro, los números del inquilino son otros. Y le dirá al casero que eche cuentas del tiempo que puede transcurrir desde que interponga la demanda de desahucio hasta que se produzca el efectivo lanzamiento del piso. Y, por supuesto, de lo que le va a costar el abogado. Entonces, seguidamente, este inquilino le dirá a su casero que, por un módico precio, se iría del piso al día siguiente. Y el casero pagará, ahorrando tiempo y dinero. Y este personaje, evidentemente, se irá de esa vivienda a por otra. Y así sucesivamente. Haciendo de la estafa y de Ley su modo de vida. Hasta que dé con Tony Soprano.