Genio y figura, Donald Trump convirtió su discurso de toma de posesión en un furibundo ataque al conjunto de la clase política del país.

Mientras expresidentes y congresistas le escuchaban en la tribuna entre impávidos e incrédulos, no hubo ninguno a quien no ofendiera con su verbo atrabiliario el nuevo inquilino de la Casa Blanca.

Allí no se salvó nadie: ni demócrata ni republicano. Fiel a su estilo incendiario, no manifestó el mínimo respeto no sólo hacia quien con tanta elegancia acababa de darle el relevo sino hacia la institución misma que pasaba a representar.

Ningún revolucionario podría haber sembrado en tan pocas palabras tanto odio al establishment, a Washington, los políticos y a la política.

Durante demasiado tiempo «un pequeño grupo de la capital» había cosechado, según Trump, los frutos del Gobierno mientras que el pueblo había «pagado los costos».

Era como si hasta ese momento, Estados Unidos, ese país que muchos todavía presentan contra toda evidencia como espejo de democracias, hubiese estado gobernado por una camarilla de golpistas.

En sus propios correligionarios republicanos, con los que tendrá que contar para sacar adelante sus propuestas, Trump parecía ver también enemigos de ese pueblo que al parecer sólo él, mentiroso multimillonario y evasor fiscal, representa.

Como si no existieran Exxon Mobil o Chevron, la General Electric, Walmart, Ford o empresas como Amazon, Apple o Google, todas ellas beneficiarias de la globalización, Trump acusó a las industrias de otros países de beneficiarse a costa de EEUU.

Y como si Estados Unidos no sacara tampoco provecho alguno de su presencia militar en todo el mundo, no dudó Trump en criticar el que se hubiese subsidiado «a los ejércitos de otros países mientras el nuestro quedaba tristemente mermado».

Pero en algo tenía razón Trump, y es en la apocalíptica radiografía que trazó del estado del país más rico de la tierra y que podría haber firmado el mismísimo Michael Moore.

Madres y niños atrapados, según dijo, en la pobreza en los centros de las ciudades estadounidenses, fábricas destartaladas, un sistema educativo fallido, criminalidad pandilla y drogas.

En resumen, «una masacre», como la definió, con la que prometió acabar desde aquel mismo momento. Igual que borrará al terrorismo islamista «de la faz de la tierra».

En simplismo, demagogia y síndrome de Superman no hay quien le gane.