Un nuevo viernes para contarles mis cuitas. No es que sean muchas, pero si con setenta y siete añitos no puedo ni permitirme el lujo de quejarme, apaga la luz que viene el cobrador a amargarnos el finde.

Cuando les cuento a mis nietecitos, esas preciosas criaturitas que ya tienen que bajar sus lindas cabezas para entrar en mi casa, que yo viví toda mi infancia -hasta el día que cumplí quince años- en unas tierras africanas donde de los techos de las casas no pendían bombillas porque sólo había luz eléctrica en la casa del gobernador, en el hospital y en la iglesia, tuercen el gesto y siento que están pensando: «¡Qué pena de mi abuela, con lo que era hace unos años!». Como les digo, no me creen. Yo no insisto, ellos no tienen la culpa, además, ¡son tan guapos! Pero, en lugar de insistir, les digo que son muy afortunados porque están sanos, son bien parecidos; sólo les pongo un pero: les falta tener metas. Ellos sonríen y estoy segura de que piensan: «¡Qué mala que es la ancianidad!».

Sigo, que tengo una mañana muy complicada. Bueno, no se asusten, muy, muy, no, lo que me ocurre es que esta tarde tengo que ir al Centro a ver€ algo, que no recuerdo, pero que debe de ser muy importante.

El bueno y paciente de mi marido desde hace muchos, muchos años me lo recordará de un momento a otro. Eso se llama «coordinación matrimonial» o algo así. Entre dos que se quieren, con uno que recuerde, basta. Sencillo como la vida misma.

La próxima semana les terminaré de contar esta historia; si es positiva, la relataré tal cual ha sucedido, si no es así, la retocaré, más o menos como la Historia Universal.