Todo padre se reconocerá en la siguiente situación doméstica: su vástago -no más de diez años- blandiendo en sus manos una varita mágica imaginaria mientras exclama: «¡Expelliarmus!». Es el síntoma inequívoco de la entronización de Harry Potter en el hogar, probablemente en la forma de libro regalado en algún cumpleaños. Expelliarmus es, por alguna razón, el hechizo preferido por los jóvenes lectores, de entre los muchos contenidos en la novela: resulta infalible para desarmar al mago adversario. Me enternece el convencimiento con que el benjamín se afana en vencer a su ficticio oponente, seguro de su victoria. Me recuerda a algunos conciudadanos que, enarbolando un ladrillo en lugar de una varita, pregonan en diversos foros la palabra progreso. «¡Progreso!» Claman mientras señalan con un simbólico bloque cerámico a quienes opinan de forma diferente. Pero, a la larga, el conjuro inmobiliario es tan ineficaz en la vida real como los de la saga de J. K. Rowling cuando se sacan de la ficción.

A ciertas edades, las historias paternas todavía revisten cierto interés para la prole, y así las demandan una vez que han acabado con Harry Potter. Les hablé sobre los rapanui, primitivos habitantes de la isla de Pascua. Una civilización que consideraba que el progreso consistía en llenar su litoral de unas enormes y esbeltas efigies de piedra: los moáis. Tanto creían en las bondades del proyecto que consagraron todos sus esfuerzos y los limitados recursos de su territorio a la tarea. Cuando los agotaron, se quedaron con los moáis y sin nada que comer, lo que provocó el colapso de los rapanui y casi su extinción.

Mi hijo no puede creer lo ingenuos que fueron los rapanui.