No nos dejáis ver fútbol. No nos dejáis escuchar a Los Planetas. No nos dejáis comer azúcar. No nos dejáis hacer nada. A mí últimamente parece que ni siquiera me dejan escribir en esta esquina, porque hay gente que la considera impropia de un diario de provincias. Ya sé que lo dicen en plan halago, y lo agradezco, pero ese pensamiento instantáneo también esconde un poso preocupante, incluso colonial, estirando a lo loco el análisis. Por lo visto en la prensa regional solo se puede hablar de obras, sucesos y falleras, porque no pasa una semana sin que alguien pregunte cuándo dejaré de escribir aquí para irme a un periódico de la capital de la patria. El fenómeno emerge sin duda como daño colateral de tanto abrir el telediario desde la sierra madrileña cuando nieva, y lo explicó muy bien Manuel Jabois hace unos años, en Irse a Madrid y otras columnas (Pepitas de calabaza, 2011). «A veces pienso que en Madrid no deben de tener otra cosa que hacer que esperarme [...]. El pueblo en general piensa que escribir es una actividad propia de Madrid. Si yo me presentase a la gente como médico nadie me mandaría a ninguna parte, sino que me preguntarían qué cosas opero y a qué horas paso consulta [...]. A veces creo que lo que quiere hacer alguna gente es llevarme a Madrid como a una cena de los idiotas, para presentar un ejemplar de paleto perfecto, bien cebado, sin mancha».

Algo similar ocurre con los futbolistas, y eso aún tiene sentido, porque con un par de años en el Bernabéu ya no trabajan el resto de su vida. Irse a Madrid, bien, será por AVE, pero quedarse es otra cosa. Qué pinto yo en Madrid si la última vez acabé bebiendo mojito de grifo rodeado de turistas, fuerísima, flipando como un gañán por encontrarme a Piqué, Nolito y Reina en un bar de sevillanas. Qué pinto yo en Madrid si sus horas de metro las paso orgullosamente dormido, si desde aquí es súper fácil criticar al Florentino original, desde la distancia, y mirar hacia otro lado con los Florentinos autóctonos, que tenemos uno en cada pueblo. Qué pinto yo en Madrid si son incapaces de preparar unas patatas bravas como Dios manda, si prefiero la sepia a los calamares, si asaltaría cada jueves las cocinas al grito de ho haveu vist, ho haveu vist, ESO NO ES PAELLA, la mare que els va parir.

?Alto. Ramón Rivas era alto, llevaba los pantalones altos, se ponía los calcetines altos. Para motivarse colgaba junto a la puerta principal de su casa, seguro que en lo alto, una lista de los pivots rivales que más odiaba, una táctica que yo reconozco haber estado tentado de copiar en más de una ocasión. Mi lista de gente a la que odiar sufriría variaciones periódicas, pero estaría encabezada por ese tipo de periodista que vive de sacar lo peor de cada uno de nosotros, que ni siquiera cree en lo que hace pero mezcla malicia e ignorancia en el rentable cóctel de la polémica, que miente deliberadamente para, a cambio de un puñado de clics, envilecernos como personas. Ese tipo de periodista que sabes que no debes nombrar ni enlazar aunque sea para mentar a su madre, porque es justo lo que quiere, por lo que la única salida digna es callar y esperar a conocerlo a algún día, para preguntarle entonces si es tan gilipollas como parece.

Admito que es algo que llevo fatal y que me saca de quicio, y desde esa mirada entiendo la escasa simpatía que despierta el gremio entre clientes y protagonistas. A veces somos lo peor, y para esto tampoco hace falta irse a Madrid, que conste. Al hilo me contaron una breve historia de deporte y de periodistas. Al CAI Zaragoza de los años 80 llegó el entrenador León Najnudel, mito del baloncesto argentino, al que la prensa arreó desde el primer momento con fiereza. Cuando el CAI levantó la Copa, la primera en su historia, Najnudel cobró venganza. Envió a los tres periodistas más críticos de la ciudad un telegrama idéntico: «JE, JE, JE». Nada más: genialidad táctica sin margen para la réplica.