Entre Corea del Norte apuntando maneras, el temporal de levante o la dimisión de Esperanza Aguirre hoy les hablo de un auténtico drama que afecta a toda la sociedad, un infierno mudo que está destrozando millones de vidas. Me refiero, cómo no, a la rúcula. Odio la rúcula. Ya está, ya lo he dicho. Creo sinceramente que la rúcula es tan beneficiosa para la humanidad como el terapeuta del hijo de Ortega Cano, y es que no es de recibo que hoy en día todo lleve rúcula o esté servido sobre un lecho de rúcula. Es inadmisible. No le veo la ganancia a comer un hierbajo que bien podría crecer en los arcenes y que, al igual que el canónigo, no lo digiere ni el tracto intestinal de las cabras. Pues nada, ahí está la especie humana abusando de la odiosa rúcula como si no hubiera un mañana. Es lo que mola, lo que se lleva.

Me imagino a unos cuantos cocineros internacionales de esos que están de moda, reunidos en algún congreso gastronómico, poniéndose hasta las cejas de vino barato y apostándose alguna creación descerebrada. La cosa va subiendo de intensidad en plan "no hay huevos" hasta que uno propone inundar las cocinas de rúcula. Y todos venga jijí, venga jajá. Dicho y hecho. Porque otra explicación yo no le veo.

Y es que una cosa es rescatar la presa y el secreto como exquisitas piezas de casquería cuando antes se desechaban, y otra muy distinta atragantarnos a tréboles. El otro día, por ejemplo, estuve en un restaurante de esos pijos. Uno transparente y con luces indirectas, uno cuya carta sólo está en la memoria del camarero y todo se sirve bajo un cartel enorme de gastro bar. Pues bien, para el aperitivo nos trajeron un platito de mondas fritas de piel de patata. Repito, piel frita de patata. Pues nada, allí estaban tres comensales celebrando la genialidad y lo innovador del concepto, lo suculenta que estaba la piel del tubérculo, llegando incluso a preguntarse cómo era posible que no la hubieran probado antes. Verás tú, decía uno, cuando este verano lleve a casa de mis suegros una fuente de esto, voy a dar el golpe. Impresionante. ¿El golpe? Una paliza a mano abierta te doy yo como aparezcas un día en mi casa con eso, pensaba yo para mis hambrientos adentros, pues, hasta donde sé, eso se le echa a los cerdos y demás bestias de granja, pero resulta que ahora no, ahora es un manjar de dioses ¡Vamos hombre! Yo, por el sí o por el no, dejé pasar la vianda y me hinché de pan con mantequilla, como toda la vida.

Nos estamos volviendo locos, se nos está yendo de las manos, y lo malo es que lo aceptamos con agrado inquietante y, lo peor, con estómago agradecido. El mantra de que lo sano manda no es más que una trampa, un engañabobos, porque ya puestos a sanos y naturales pues seamos consecuentes y quedemos por las noches para pastar en las rotondas, que al fin y al cabo es lo mismo pero sin pagar 100 euros por el timo. Piensen ustedes que los chefs, antes llamados cocineros, llevan años siendo las nuevas estrellas del rock, engrosando las listas de personas más influyentes del planeta, equiparándose con premios Nobel, empresarios de prestigio y Lady Gaga. Ellos mandan en los designios de la olla y el fogón, sin importarles si precisas contratar a un arquitecto de interiores para que te emplate el gazpacho como Michelin manda. Es todo un despropósito, hasta las ventas de siempre, las de los pueblos domingueros, han cambiado el servicio y ahora tienden al minimalismo preciosista en detrimento de la grasaza y el mojeteo.

Yo no sé ustedes, pero considero que todo lo que no sea que la salsa chorree desde la muñeca hasta el codo no es comer. Me parece muy bien que la gente malgaste su existencia rumiando helechos, que cada cual disfrute de la hierba como quiera, lo respeto. Llámenme cromañón, pero prefiero comerme la vaca que compartir menú con una. Marchando un plato combinado nº 7, oído cocina.