Da igual en la dirección que mire, de un tiempo a esta parte tengo la sensación de vivir en un escenario instalado en la excepción; un escenario en el que el sistema, en sí mismo, es una mastodóntica excepción con propósitos oscurantistas. Ha tiempo que la regla, acuciada por el empuje de la excepcionalidad, va cediendo, y lo prohibido y lo anómalo van sentando sus reales, suplantándola.

Tan es así que, en algunos casos, el asunto alcanza ya a los niños, esas personillas inocentes a las que con nuestro triste ejemplo desinocentizamos cada vez a más temprana edad, arrancándoles su primer derecho natural: el de ser niños libres. Lea, lea, amigo lector:

Domingo veintitrés de marzo. Trece horas. Salgo del ascensor y en el hall de entrada del edificio en que vivo me tropiezo con dos parejas charlando animadamente. A su vera, un niño, rubio, con su bracito derecho escayolado hasta el hombro, correteaba. Una de las parejas era local, es decir, vecinos del edificio, la otra, los padres del rubiales con cara de saber latín, visitante, con marcado acento gato, de Lavapiés. Me detuve y saludé a mis vecinos, que aprovecharon para presentarme a la pareja visitante. Tras las cortesías de rigor, me dirigí a la personilla:

-Y tú, ¿cómo te llamas, campeón?

-Me llamo Nacho González -jo, qué casualidad, me dije.

-¿Qué te ha pasado en el brazo, Nachete...?

-No sé, yo solo quise hacer lo que hace mi tito...

Sin darme tiempo a indagar, la madre del diablillo me explicó que el accidente fue debido al carácter descubridor de Nachete. Parece ser que el día de autos el padre había llevado a casa el aparato lanzador de uno de esos artilugios que se usan en el tiro al plato, que para el transporte vienen armados para el lanzamiento, pero embragados. Y Nachete, que no pudo reprimir su curiosidad, al ver la caja introdujo el brazo para investigar, con tan mala fortuna que accidentalmente liberó el embrague del artefacto, que se disparó fracturándole el húmero por encima del codo.

-Y todo por curiosón, ¿verdad, Nacho...? -apostilló la madre mirando tiernamente a su hijo.

-No, mami, yo solo quise hacer lo que hace el tito. ¿No decís vosotros que el tito es el que mejor vive del universo porque mete la mano en la caja hasta más allá del codo...?

De pronto se hizo el silencio y el mundo se paró, dejando a mis vecinos pasmados, a los progenitores del chaval ojipláticos y al propio Nachete atónito, por no entender qué ocurría. Yo, habida cuenta de la situación, de los vientos que soplan en Madrid, del nombre y apellido de la criatura, y del argumento de su respuesta, aproveche, miré el reloj, y tiré de manual...:

-¡Uf, llego tarde, me marcho...! -y salí escopetado.

Que el ´savoir-faire´ del tío de Nachete -que sabe Dios si es quien pudiera ser-, para el niño fuera «el modelo a seguir», fue demoledor. Si la excepción prevaleciera sobre la regla, en este caso sería gravísimo, por tratarse de una criatura en pleno proceso de modelado. Prometo que escribir este párrafo me ha puesto los pelos como escarpias...

El descaro moral con el que buena parte de los actores interpretan su momento y su papel en estas obras merecería que los habitantes del terruño patrio nos mudáramos tan en masa como masivas debieran ser las peticiones al Ministerio de Justicia para que prohíba el uso del verbo constar, al menos en las causas penales. ¡No me consta, señoría, no me consta...¡ ¡Gaitas...!

Gaitas y mamandurrias aparte, a la vista del circo en cuarto muy creciente en el que vivimos, está claro que a Schopenhauer lo asistía su «cuádruple raíz del principio de razón suficiente» cuando afirmaba que la maldad se expía en la próxima vida, pero la estupidez se expía en esta. Preclaro otra vez don Arthur: los malvados, que han dado con la horma del escenario en que habitamos los estúpidos, en general no es en esta vida donde expían sus culpas, ni proporcionalmente, ¡y lo de la otra vida está por ver! Ellos son la excepcionalidad. Por el contrario, nosotros, los mentecatos, bobos, insensatos y mamelucos, que somos la regla, empezamos a expiar nuestra estupidez en el mismo instante en que nuestra papeleta de voto traspasa la boca de la urna.

Jodida regla y jodida excepcionalidad, tú...