En la barra del bar, palillo de dientes en ristre, Manolo discute con Enrique sobre lo que de verdad importa. «Que sí, que al Ronaldo le están persiguiendo. Ese no ha robado. ¿Tú te crees que ese sabe lo que tiene? Esto es el Villarato, illo». Detrás de ellos, dos señores de chaqueta saborean cada palabra que sale de su boca considerando su relativa superioridad intelectual: «Hombre, lo del Popular se veía venir. Ya lo adelantaban los informes de las consultoras». En la mesa que hay junto al baño dos chicas jóvenes discuten acaloradamente: «Mira, las letras de Maluma no son para tanto. A mí, como mujer, me otorgan la libertad de asalvajarme. Tanto feminismo y no me respetas».

El camarero mira y, de vez en cuando, suelta un grito de vendedor para avisar que la cerveza está fresquita. No para de entrar gente. Ahora ha entrado un grupo de modernistas con muchos papelitos en los que llevan escritas citas de libros que no han leído. Hay una mesa reservada para los sofistas que, como los modernistas, sólo se comunican a través de citas de filósofos a los que no han tenido la paciencia de entender.

Cada grupo por su cuenta tiene su charleta, su debate, su historia que contar. Pero de repente en la televisión empiezan a dar noticias y todos los clientes del bar empiezan a discutir entre ellos. Como tertulianos. Todos tienen opinión sobre todo. El de la chaqueta desprecia al del palillo, el filosofillo insulta de forma subrepticia a la feminista que lo paga con el modernista machista. Y se monta la de Dios.

Todo son lugares comunes, cuñadismo, opiniones basadas en el barro de 140 caracteres que no soportan el mínimo embate. Y sobre estas opiniones, desde el escaparate, decenas de periodistas rellenan páginas de periódicos y alimentan digitales. Fuente: Twitter.