Ha habido, y habrá, mucha literatura al respecto. Toda, desde antes incluso de su elección, basada, y justificadamente, en la alerta y el rechazo. En este caso, era una carta segura, sin miedo al mal posmoderno de los matices y la contradicción. Trump suponía una amenaza, una excrecencia supina de las que de vez en cuando escupe la historia, sin margen, ni siquiera en el atuendo, con su pelo de aguador de finca de Enrique Ponce, para el error. Sin embargo, todos, o al menos yo, albergábamos una cuota mínima de escepticismo; esa especie de superstición a la inversa que tenemos los andaluces, tan inmemorialmente propensos a la hipérbole. Trump, en suma, no sería para tanto. Y menos confrontado con otros monstruos, a los que los siglos, con más o menos bajas, se han encargado, si no de absolver, al menos sí con más o menos esfuerzo, de dejar pavorosamente en la cuneta, de devorar. En cuanto a reflejo de una parte de la sociedad actual, el presidente de Estados Unidos representa la máxima abominación: el tuitero a los mandos, la entronización de lo grotesco, el gañán a lo divino con poder. Los atentados de Barcelona han servido para tomar conciencia superlativa de nuestra ingenuidad. Y no me refiero por los desatinos expresivos, sino por lo que representa tener como cúspide de un sistema económico de naturaleza global a semejante lechuguino. Es, con tipos como Trump, donde salta abruptamente a la vista la imperfección del paradigma que por ahora ha presidido todos los intentos de superación de la soberanía nacional, desde la Sociedad de Naciones a la Unión Europea. El hecho de que exista una hegemonía tan incuestionable hace que lo que debería ser un espacio común de liberación se convierta en poco menos que una hacienda sometida a las veleidades del señor feudal, en este caso Estados Unidos, y lo que es más terrible, Trump. El terrorismo, en cuanto que amenaza universal, exige una respuesta universal. Y ahí, en la falta de coordinación, en la soberbia, empiezan los problemas. Me contaba en una entrevista la catedrática Ana Salinas de Frías, especializada en derecho internacional, que la Unión Europea dispone de una legislación exigida y enormemente competente en el control y vigilancia de la yihad; el riesgo, y no se antoja mínimo, es que cada estado la aplica según su propio criterio, lo que en la política doméstica suele ser sinónimo de renta electoral. El debate de los bolardos es legítimo y hasta entretenido, pero la única manera eficaz de atacar el terrorismo es apuntar a la economía, a su financiación; allí donde confluyen las causas remotas y cercanas, la desigualdad, la venta de armas por parte de las democracias occidentales, el narcotráfico o la prostitución. De lo contrario seguiremos como hasta ahora: con orgullo y con el culo al aire. Dejando la alta política para la compunción encorbatada del funeral.