Juana Rivas, la madre granadina, ha claudicado. El lunes olvidó aquello de «si la policía viene a darme descargas eléctricas o con la porra no me va a dar miedo» y por fin ha entregado a los menores a la Guardia Civil, pero eso, a efectos de esta columna, no es relevante, porque son los tribunales italianos los competentes para decidir, y yo, y cualquier profesional del derecho que sabe que la Justicia no tuerce su brazo por mucha campaña mediática que surja, ya conocemos el final de esta historia. Lo que me importa es el papel desempeñado en todo esto por la tal Francisca Granados, autodenominada asesora legal de Juana, lo cual no deja de ser un eufemismo conceptual, pues al no ser abogada bien podría haberse llamado ingeniera jurídica o curandera procesal. Es decir, es como llamar boxeador a Conor McGregor, se te suponen los conocimientos pero te faltan el resto de condiciones.

Si ustedes ven una imagen de Juana, por favor, fíjense en la periferia de la foto o del televisor y allí la encontrarán, siempre a unos tres metros de la protagonista, cariacontecida, observando satisfecha el fruto de su creación, llamando la atención de los medios.

Francisca alcanzó el paroxismo el pasado 22 de agosto, fecha en la que Juana compareció ante el juzgado de guardia. Esta es la escena: decenas de cámaras y redactores dispuestos en la plaza de la Caleta, pendientes de una oscura salida de un parking, más de una hora de espera, 43 grados, y quién aparece subiendo las escaleras, correcto, Francisca. La asesora legal se atusa el pelo, y con tono un tanto chulesco, ducho ya en esas lides, dice a los periodistas que hace mucho calor, como si no lo supieran, y que se pondrá a la sombra para informarles. Y ahí ven ustedes a decenas de micrófonos y grabadoras siguiéndola con resignación por media plaza, en pleno directo de varias cadenas nacionales que interrumpen su programación para ver los andares de Francisca, hasta que ésta decide pararse y cumplir lo pactado. Mientras tanto, la auténtica estrella, Juana, ya está en el despacho de un juez, asistida por una abogada colegiada que se bate el cobre luchando por los intereses de su clienta, discutiendo en términos jurídicos, prestando declaración con todas las garantías, en definitiva, haciendo lo que se debe hacer. Pero Francisca, Paqui para los amigos, se viene arriba y continúa con su perorata medio legal medio sociológica, cualquier cosa con tal de mantener encendida la mecha y alargar su minuto de gloria entreteniendo a los periodistas, lo que haga falta con tal de soflamar el tema del machismo, los derechos de los menores, el maltrato doméstico, la confianza en la Justicia y demás temas etéreos y opinables como si la magistratura y los letrados del turno de oficio necesitasen ser ilustrados al respecto.

Qué nivel de estupefacción no habrá levantado la Sra. Granados para que el Consejo General de la Abogacía Española haya emitido un comunicado informando que Francisca no es abogada y tiene vetada cualquier función de las inherentes al ejercicio profesional togado, a lo que yo sumo que, por tanto, no se debe a régimen disciplinario alguno y mucho menos tiene la obligación moral de atender al decálogo que rige la actuación letrada, ese que establece, entre otras directrices, que la abogacía es una ardua fatiga puesta al servicio de la Justicia. Una cosa es estudiar Derecho, y otra bien distinta es que el futuro legal de una persona dependa de tu pericia y tu profesionalidad.

Francisca Granados se ha hinchado de comparecer tras una pancarta, de dar ruedas de prensa, de marcar megáfono en mano las líneas maestras de la socialización de cada cita, y ahora una jueza granadina le cita para imputarle hoy un delito de sustracción de menores en grado participativo de inductora o cooperadora necesaria, porque cualquiera entiende que una persona normal, con medios limitados, ajena al derecho, como Juana, precisa de ayuda intelectual, material y jurídica para montar un dispositivo de ocultación como el que ha materializado durante más de un mes. En cambio todos los abogados, abogados de verdad me refiero, que atienden a Juana, han hecho desde el principio un llamamiento para que comparezca y entregue a los niños.

Juana Rivas entregó a sus hijos atendiendo al tercer requerimiento, así que ha bastado una hábil, contundente y legal decisión de una magistrada, mujer para inri de los que hablan del patriarcado judicial, y conseguir dos cosas: que desaparezca de un plumazo el discurso de que el padre es un José Bretón en potencia; y que algunas personas, Francisca entre ellas, podrían verse condenadas por sustentar este dislate. Hoy Francisca deberá declarar en un juzgado, no podrá acogerse al sacrosanto secreto profesional y, qué curioso, necesitará un abogado, pero uno de verdad.

Ahora toca a los tribunales estar a la altura y dar respuesta urgente y motivada para que esos niños encuentren cuanto antes la paz y la felicidad definitivas que merecen. Es justo y necesario a pesar de las pancartas y de los megáfonos, y por supuesto por encima de quienes los sujetan.