El inicio de curso me trae siempre buenos recuerdos de mi época escolar. Estuve en un colegio pequeñito. Tan pequeño que hasta se me ha olvidado el nombre. Sin embargo, en este colegio me encontré con personas únicas que han marcado mi vida de una forma indeleble. Hoy os quiero hablar de mi profesor de Latín. Un tipo tan enamorado de la cultura clásica que creo recordar que nos contó que tuvo que aprender francés para poder utilizar los mejores diccionarios de Latín.

Mi profesor de Latín era como esos políticos de los que hablaba Maquiavelo «más temido que amado». Cada semana nos colocaba un examen sí o sí, sin excusas. Era un profesor joven de los que tienen que ser duros para ser respetados. ¡Y tanto que le respetábamos! Un día decidió que mi letra era indecente -y lo era- y me retó a aprender a escribir como una persona normal y no como un demente. Lo consiguió, terminé el Bachillerato con esas letras bonitas que sólo tienen las niñas aplicadas.

De ser temido, el profesor de Latín paso a ser admirado. Al salir del colegio sólo me salían palabras de agradecimiento. En 2008, cinco años después de salir del colegio, le escribí un mail. Maleducado de mí casi ni le pregunté por cómo le iba. Aprovechaba para pedirle los apuntes de cultura clásica por puro placer. Me los envió y como respuesta me encabezaba con un latinajo con el que se encabezaban las cartas en la Antigua Roma: «Si vales bene est; ego valeo» (si estás bien, me alegro, yo estoy bien).

A mi profesor de Latín le debo haber aprendido sintaxis en castellano, haber aprendido a escribir bien, haber aprendido -incluso- a leer con otros ojos. Muchas de su prácticas las apliqué a las aulas cuando ejercí como docente. Por tantas cosas: gracias, Eduardo.