Me parece económicamente bien que una empresa en Málaga no pare de fabricar esteladas catalanas y banderolas del «Sí» para el no referéndum. A algunos nos pasa lo que al malagueño Antonio Banderas -flamante Premio Nacional de Cinematografía- tal y como lo expresó el sábado pasado en San Sebastián, que a veces estamos orgullosos de nuestro país y a veces no, pero no podemos evitar quererlo. Así que «Viva España». Como Antonio, yo «me siento español hasta el punto más escondido de mi cuerpo», pero no necesito en este contexto ponerles a los vivas signos de exclamación. Porque creo que a un nacionalismo no se le combate con otro, eso sólo provoca el enfrentamiento (buscado por algunos), sino con Derecho y sentido común. Así que para mañana y, sobre todo, para pasado, mucha serenidad y razón, muy poco «oé oé oé» y toda la legalidad democrática sobre quienes, caiga quien caiga, se han fabricado su propia ilegalidad para sus propios intereses.

La invasión de los ultracuerpos

Lo que nos está ocurriendo es el final de un procés que no empezó ayer. Es lo que han ido haciendo los juntpelsíes con cada transferencia del Estado mientras todos mirábamos para otro lado y, al hacerlo, dejábamos solos a quienes en su propia tierra iban siendo excluidos por el inoculado pensamiento único catalanista, siempre en posesión de la única verdad y el único guay de todos los pensamientos. Lo de mañana, 1-O, le pilla a este país con las costuras aún húmedas. Y es alucinante que eso sea así tras cuarenta años de democracia (por fin más tiempo que lo que duró la dictadura). Pero demasiados ciudadanos (no súbditos, como nos señalan, ya que la Corona es una institución meramente representativa dentro de un estado social y democrático de Derecho) aún sienten que la bandera de España es un símbolo fachoso, todavía con el debilitado eco en la memoria (real o aprendida) de la apropiación que el franquismo hizo de ella. De esto se ha hablado ya mucho, pero para nuestra desgracia sigue siendo verdad.

Frankenstein

Los ciudadanos de cada país suelen unirse, por encima de partidos políticos, razas o religiones, con su bandera común. Que un español siga teniendo su bandera en la ventana tras el Eurobasket, o que otro la lleve en la correa del reloj, no obliga a cantar el Cara al sol en este nublado de las españas. Ni quien la lleva pretenderlo. Tampoco es que sea necesario que cada casa tenga la bandera nacional puesta en su balcón como la suelen tener en los porches la mayoría de los americanos, pero que esto sólo pueda ocurrir sin sospecha política cuando juega la roja es de consulta de diván. Si tenemos prejuicios con la bandera de todos sólo podremos ondear la de unos cuantos, sea la de nuestra provincia, comunidad autónoma o equipo de fútbol. Y así el Frankenstein de las españas, con las costuras al aire, nunca llegará a ser de nuevo Adriano o Teresa de Cepeda o Cervantes o Velázquez o Bernardo de Gálvez o Bécquer o Góngora o Quevedo o Calderón o Lope o Picasso o Dalí o María Zambrano o Azcona o Pla o no será titán alguno que, como Prometeo, encadenado o no, pueda proteger a los mortales que lo habiten.

Súper Antonio

No hablo del guerrero del antifaz, pero es que ni Superlópez siquiera. De Banderas sí hablo. Súper Antonio se ha envuelto en la capa de las decisiones y ha apalabrado con los hermanos Sánchez Ramade (a quienes profeso antiguo afecto) hacer del teatro Alameda de Málaga su prometido teatre (de vez en cuando escribo algo en catalán, ese hermoso idioma utilizado no para el enteniment sino para la política, pero es que estoy algo abducido por el expedient X del procés). El Alameda no es un inmueble emblemático, pero sí lo es ya su uso teatral. Y con la inversión adecuada y la ambición moral que Antonio sé que pondrá en ese proyecto, va a hacer de ese fondo de saco urbano en el que está, junto al muro del puerto y dentro de ese pretendido Soho que no termina de serlo, un revulsivo de la Cultura viva en la ciudad.

Minusvalía municipal

Será la mejor plusvalía de la zona. Pero ahora eso de las plusvalías es fruto de disensión política en el Ayuntamiento de Málaga, tras la exitosa campaña del PP de Andalucía contra el Impuesto de Sucesiones. Sobre esa plusvalía recuerdo el caso de una mujer con tres hijos que vivía con su madre en una vivienda social (que había dejado de serlo décadas después de haber sido adquirida). Al morir su madre no sólo se quedó sola, una perdedora con tres niños, sino ante el «aumento» de su patrimonio al heredar el piso. Su valor catastral le hacía estar exento de pago por Sucesiones, no así de la plusvalía, unos 2.000 euros que la pobre mujer no había visto juntos en su vida. Una plusvalía cuyo coste recae no en la superficie construida de la vivienda, lo de menos valor, sino en la repetición del precio del suelo sobre el que descansa el bloque entero. Por ahí sufren los pobres cuando felizmente heredan. Y adiós septiembre…

Porque hoy es sábado.