El lehendakari, Iñigo Urkullu, se reunió el miércoles con una delegación de empresarios catalanes para que planteasen al presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, la convocatoria de elecciones para evitar la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Urkullu es un hipotenso en estos tiempos en los que nos revienta la vena del cuello de tantos indignarnos y enfrentarnos al discrepante. La tensión se nos dispara y esperemos que además no se disparen pistolas. El país se rompe y a la hora en la que se publica esta columna -con el Govern destituido y la convocatoria de elecciones para el 21-D- tal vez ya haya pasado cualquier cosa y haya gente en la cárcel, en la inopia o compadreando con los golpistas sediciosos. Lo bueno de todo esto es, si hay algo bueno, es la recuperación de palabras que creíamos muertas. Como sedición, sedicioso o como traidor.

Urkullu es un austero, un pragmático, un gestor. Casi un apolítico en el partido más politizado de Europa, es decir, el partido partidario del máximo autogobierno de un pueblo que ha preservado bastante su pureza. Urkullu es un mediador. Necesitamos mediadores y no protagonistas. Mediadores y no voluntarios para antagonistas. Voluntarios para negociar, no para encarcelar, no para ensillar un mantra, montarse en él y no bajarse jamás. Entre otras muchas, muchas razones, hemos llegado a este triste y desasosegante y grave panorama político porque nos han gobernado incapaces y burros. Monologuistas. Sordos. O sea, mediocres que miraban, ya lo decía Churchill, a las siguientes elecciones y no a las siguientes generaciones. Esto no es un ensalzamiento de Urkullu, que no dudaría, si hubiera crisis o malos vientos electorales, en empezar de nuevo el raca raca de la autodeterminación. Es un ensalzamiento de un tipo razonable, o, mejor dicho, del escaseante sentido común. No declaréis la independencia, les diría Urkullu monocorde, como quién dice no compres azúcar que ya tenemos. Se lo diría a unos forraos de la vida, vida solucionada, buenos trajes, buen futuro, niños en excelentes colegios, coche caro y reserva en alguna arrocería (cava, por favor) de la parte alta. Que lo escucharían a saber cómo. Que no descartan (¿por qué?) embarcarse en una aventura que va a empeorar la existencia de todos. De ellos, los primeros.

Ojalá el urkullismo penetrara en algunas testas radicalmente independentistas que parecen impermeables a lo sensato. Teníamos que haber urkulleado antes, habernos sentados todos antes a las mesas. Ahora corremos el riesgo de que nos sirvan Balcanes en vez de butifarra. De que brindemos con trabucos.